El runrún interior

El runrún interior: un dietario (29)

Pablo Batalla Cueto registra en su dietario pensamientos propios y notas de libros leídos y cosas vistas en Internet, escribiendo sobre el suicidio de Verónica Forqué o las elecciones chilenas.

/ por Pablo Batalla Cueto /

El runrún interior: un dietario (28)

Martes, 14/12/2021. Iván de la Nuez: «Los grandes hechos ocurren, como si dijéramos, dos veces en la historia: la primera como bolero, la segunda como conga».

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El suicidio de Verónica Forqué pone en la picota, y lo celebro, al concurso MasterChef, de la televisión pública, en cuya última edición ella participó. La actriz abandonó el programa en un momento dado, pero no expulsada, sino por propia decisión, comunicando que no se encontraba bien. Sin embargo, a posteriori, en lugar de un montaje afectuoso y respetuoso con la actriz, se optó por uno sensacionalista, recreado en las torpezas y salidas de pata de banco de Forqué, fruto claro de su estado, y más lucrativo en términos de audiencia. Si bien parece ser que la actriz llevaba arrastrando problemas de salud mental toda su vida, había atravesado depresiones en el pasado e incluso había intentado ya suicidarse en alguna ocasión, parece imposible que este cruel escarnio público no tuviese un peso importante en la decisión de la actriz de quitarse la vida.

Ahora se está abriendo un debate sobre estos realities infames, pedagogía del nuevo darwinismo social a través de una competición despiadada entre concursantes que va recompensando al fuerte y castigando y expulsando al débil hasta redundar en la apoteosis de un único ganador. Y que, por el camino, romantizan a negreros (Jordi Cruz, uno de los jurados de MasterChef, protagonizó una sonora polémica hace un tiempo tras saberse que no pagaba a los becarios de su copetudo restaurante) o propagan el más rancio nacionalismo español (MasterChef hace programas especiales para dar jabón a la Iglesia, el Ejército o la tauromaquia). Daniel Bernabé se refería así a todo esto en La trampa de la diversidad:

«Si la telerrealidad empezó con Gran Hermano, donde una serie de jóvenes eran recluidos en una casa, el público ha ido dando progresivamente la espalda a un formato donde los protagonistas sólo hacían el zángano. Operación Triunfo o MasterChef transmiten a los telespectadores algo más. Y ese algo más no es el mundo de la cocina o la música (con lamentables resultados, por otra parte), sino la idea de competitividad; la idea de que lo importante es el éxito y de que para alcanzarlo hay que ir desechando a tus iguales, dejándoles por el camino. ¿Por qué los formatos no pueden consistir simplemente en la presentación del propio aprendizaje de las materias? ¿Por qué las galas no son un espectáculo donde el público admire los avances que un método de enseñanza puede obrar en una persona no formada? Porque de lo que se trata es de vender competitividad y esfuerzo».

Pienso también, a cuenta de la pobre Verónica Forqué, en Simone Weil; en su vindicación angustiada de la atención, tan rabiosamente actual. El capitalismo, más aún el turbocapitalismo, sus ritmos endiablados, la velocidad en que nos mete y a que nos obliga, nos hace desatentos. También hacia los otros. La vorágine cotidiana nos impide fijarnos en el otro, advertir las señales sutiles de su sufrimiento, que a veces una simple palabra amable bastaría para aliviar. También impide al otro verbalizarlo: no quieres molestar a los demás, tan agobiados, tan ocupados, con tus problemas. En el límite, de ahí vienen horrores como el suicidio de Forqué. La mujer estaba atravesando un infierno en el que parece que nadie se fijó, por evidente que fuera. Si acaso, se fijó brevemente, pero la vorágine trasladó su atención dispersa a otra cosa al segundo siguiente. Moraleja: fijémonos en los demás, atendámoslos, concentrémonos en ellos. Eso también es anticapitalismo.

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Una convicción que he adquirido con los años: no debemos juzgar y etiquetar políticamente a las personas (ni a las mismas ideologías) por la utopía que dicen perseguir, sino por su mientras tanto; por las decisiones y posiciones cotidianas que adoptan por detrás del telón de ese ideal siempre irrealizable. No es que sea malo que existan las utopías (aquello de Galeano del horizonte que nunca se alcanza, pero nos hace caminar), pero conviene no olvidar que también son ese señuelo que desvía la atención (la propia y la de los demás) de ese mientras tanto que puede durar décadas, siglos, que, más aún, puede ser eterno, puede serlo todo, porque la utopía, como el horizonte, no existe, sino que es una perspectiva, un efecto óptico. No somos lo que seremos en la Tierra Prometida: somos lo que somos día a día, arrieritos, en el camino infinito que nos conduce hacia ella. Uno puede comprometerse nominalmente con la utopía y estar caminando en dirección contraria a ella, pero decir que es un rodeo, o que todos los caminos conducen a Roma, y eso no debe valer. Pero si se retira la utopía de la ecuación, obligamos al personal a justificar dónde está, no en función de dónde estará algún día, sino de qué impacto genera en los otros su estricto aquí y ahora. Existencialismo puro: no me hables de cuánto agradas por Dios, de cuánto haces por él, sino de lo que haces por los demás.

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John Donne, 1612:

Todo está hecho pedazos, toda coherencia perdida,
[…] el príncipe, súbdito, padre, hijo, son cosas olvidadas,
pues cada hombre en soledad se piensa
un fénix y que no puede haber
otro de tal condición y él sólo es él.
Tal es la situación del mundo ahora.


Miércoles, 15/12/2021. Leo que razonaba Hobbes que la sociedad política no debe construirse en torno a un summum bonum al cual acercarse lo más posible, sino a un summum malum del cual alejarse tanto como se pueda. Y pienso que exactamente eso nos corresponde a nosotros hoy con respecto al summum malum fascista.

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Baltasar Gracián: «Hay hombres que sellan el corazón y se les podrecen las cosas en el pecho».

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Vivir y trabajar en la España vaciada tiene muchas ventajas y pocos inconvenientes, pero uno son los gritos desesperados de los cerdos durante la matanza sonando de fondo. No se me ocurriría quejarme: aquí el intruso soy yo, no la matanza. Pero me acuerdo de mi abuela contando que, de pequeña, cuando mataban, corría a esconderse y a taparse los oídos, porque no soportaba esos gritos, y su madre y sus tías la reñían por floja.

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Lanza Xandru Fernández esto que comparto: «A no ser que se trate de un edificio valioso por sí mismo, no le veo mucho sentido al duelo por la casa natal de un escritor o un músico. No hay nada de él ahí. ¿Qué puede importar su destrucción en relación con su legado?». No soporto, ya lo he escrito en alguna ocasión, ese misticismo/santería del escritor; este apreciarle un aura taumatúrgica al teatrillo de —como escribe un tuitero— la «cama hechita, su escritorio con unos papeles y una pluma al lado como si lo hubiese dejado así el autor».

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Leemos hoy que «La sharia desactivó la investigación sobre las cuentas de Juan Carlos I en Suiza. El fiscal Bertossa archivó el caso después de que tres expertos en la ley islámica descartaran que el rey Abdulá pudiera haber cometido un delito, según esa legislación, al transferir 100M de dólares a Juan Carlos I. La falta de un origen ilícito en la entrega provocó que las pesquisas entraran en vía muerta». Escribe un tuitero: «La ley islámica salva al rey católico. A algunos les podría explotar la cabeza, pero no os preocupéis, que los caminos de la disonancia cognitiva son inescrutables y producen escusas monstruosas».


Jueves, 16/12/2021. Leo en El País un artículo fascinante sobre astrofísica escrito por Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología; maravillosa amalgama de ciencia y poesía de resonancias cosmogónicas, en la mejor tradición de la tercera cultura que reclamaba Paco Fernández Buey, refusión de la experimental y la humanística. Parece ser —nos explica Pérez— que

«la mayor parte de las galaxias que nos rodean dejaron atrás su época de esplendor hace bastante tiempo. Es más, para las galaxias más grandes que conocemos, como la gigantesca Messier 87, casi 100 veces más grande que la Vía Láctea, más del 90% de sus estrellas se formaron en el primer 20% de la vida del universo, y desde entonces esta galaxia está bastante parada, muerta decimos los astrofísicos. Por analogía con una persona que vive 80 años, todo lo que hizo esta galaxia lo concentró antes de cumplir los 17; vivió a tope y luego se dejó llevar, al menos en lo que a la formación de estrellas se refiere».

Esto está sucediendo por doquier. «El Universo se muere», se titula el artículo. En general, «podemos decir que el universo estaba mucho más vivo hace 9000 millones de años que hoy […] En esa época se formaban estrellas en el universo 20 veces más rápido que hoy, abundaban los agujeros negros supermasivos que crecían y crecían tragándose gas, estrellas, planetas y lo que pillaran por delante». Hoy, sin embargo, asistimos a una suerte de «crisis galáctica», de «galacticidio». Algo está acabando con las galaxias. Y ello —escribe Pérez González— no quiere decir que el Universo se vaya a terminar, sino que nos hallamos en tránsito hacia una fase distinta. Concluye el artículo disertando que

«[C]omo en La historia interminable, la Nada está arrasando todo y no hay Atreyu ni Bastián que la pare. La luz se extingue. La edad de las estrellas acabará y de ella se pasará a un nuevo universo, diferente, más oscuro, frío, dominado por energías que nos parecen extrañas y que ni siquiera conocemos, más hostil para la humanidad, que se habrá extinguido o evolucionado enormemente para cuando llegue el momento».

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Tremendo el drama de Samantha Vallejo-Nágera, afamada chef y jurado de MasterChef. No hay palabras, no hay derecho. «No encuentro chicas para trabajar en mi casa, porque creen que cocinamos con esferas y espumas», cuenta, compungida, en una entrevista para el diario El Mundo. «Chicas», o cuando el clasismo y el machismo se apretujan en una sola palabra como un equipaje voluminoso en una maleta pequeña.

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Me topo con esta representación de la evolución, a lo largo de los últimos veinte años, del frontal de BMW. La comparte en Twitter Iván Leal, que explica que «los coches de apariencia más agresiva captan antes nuestra atención e incrementan la percepción de seguridad de quien los conduce».

Me congratula, porque esta evolución de los faros de los coches en dirección a remedar los ojos de un animal (cada vez más) salvaje es algo en lo que yo había reparado por mí mismo, viendo en ello —y también en otros fenómenos de nuestro tiempo, como el auge de los deportes extremos— una inquietante reedición posmoderna del triunfo de estéticas salvajistas durante los lutros anteriores a la primera guerra mundial. Pienso que nos hemos ido pareciendo a aquella juventud que, desacostumbrada a los horrores de la guerra después de una larga era de paz inusual, clamaba contra la falta de acción, que hacía que la raza degenerara, y por un cirujano de hierro que conjugase los verbos «sajar, quemar, resecar, amputar, extraer pus, transfundir sangre, injertar músculo» —decía Antonio Costa— contra los vicios y morbideces de la democracia parlamentaria; se entusiasmaba con el Nietzsche que evocaba a «guerreros y matadores de serpientes», despreciaba a sus mayores y abrazaba vanguardias que condensaban estas ideas. Vanguardias como el futurismo, culto enajenado a la Máquina, o como el fauvismo, nombre que provenía del francés fauves («bestias») y que designaba una plástica rompedora y provocativa, de colores chillones y formas simples y resolutivas, cuyos impulsores la presentaban en algún caso como una transposición explícita a sus lienzos de una cierta idea de violencia. Así Maurice de Vlaminck, que decía que «lo que en la sociedad sólo podría haber hecho arrojando una bomba he intentado hacerlo en la pintura utilizando colores puros, tal y como salen del tubo. De esta forma, he satisfecho mi voluntad de destruir, de desobedecer, para recrear un mundo sensible, vivo y liberado». A otro pintor fauvista, Henri Rousseau, lo hicieron famoso cuadros en los que representaba estampas como un león devorando un antílope o un tigre atacando a un explorador en medio de la jungla, pero, significativamente, se inspiraba en las fieras del antiguo zoo de París y en ilustraciones de libros para niños: nunca salió de Francia ni vio una jungla de verdad. En cuanto a Vlaminck, se acogió al hecho de que tenía tres hijas para no combatir en la primera guerra mundial y durante la segunda fue ambiguo ante el nazismo: en 1939 convocó a sus amigos para denunciar la amenaza alemana y quemó con ellos un retrato de Hitler por haber tratado como artistas degenerados a pintores como Braque, Matisse o Gauguin; pero en noviembre de 1941, con Francia ya ocupada, participó en un viaje oficial a Alemania junto con varios otros artistas franceses, llegando a reunirse con el Führer en su estudio. Después de la guerra fue condenado al ostracismo, y murió en 1958.

Bien, ¿no son estos coches a los que imprimimos la mirada del tigre una versión posmoderna de aquel gusto estético; de aquella fascinación idiota por lo salvaje? Los propios anuncios televisivos de automóviles dan cuenta de esta evolución: los de hace lustros solían ensalzar la funcionalidad, la fiabilidad, la durabilidad, la buena relación calidad-precio, etcétera; los actuales suelen contener una promesa de experiencias agrestes. Los coches aparecen allegándose a imposibles montañas, desiertos remotos, etcétera; y no ya con la suegra y los críos, sino uno solo. Nos venden un salvajismo imposible en una sociedad adocenada igual que nos venden el individualismo en una sociedad uniformizada a extremos orwellianos. Y uno se pregunta qué sucederá cuando el salvajismo deje de ser un juego estético y pase a hacerse real; cuántos de los sedicentes salvajes de hoy alimentarán entonces al nuevo fascismo de dos modos distintos y complementarios por más que aparentemente contradictorios: bien abrazando el salvajismo desatado con la lujuria mecáfila de un Marinetti, bien aferrándose, como un Vlaminck, con desquiciada desesperación a cualquier esquirla, añico o brizna que permanezca en pie de eso que los reaccionarios llaman el orden. Georg Simmel decía que el miedo es una de «las fuerzas psicológicas que mantienen políticamente unidos a los hombres y que, desde un punto central dominante, transforman un territorio geográfico en un espacio político». Cuando el miedo crece —esto lo decía Freud—, volvemos a ser niños ansiosos de protección y prestos a aceptarla de cualquiera que presente los rasgos de una figura paterna».


Viernes, 17/12/2021. Parece ser que Verónica Forqué reaparecerá en televisión después de su muerte como invitada de MasterChef Junior y otro reality: Maestros de la Costura: los programas ya se habían grabado antes de su suicidio.

Lo cuento siempre en mis presentaciones de La virtud en la montaña: en el Everest hay en torno a doscientos cincuenta cadáveres congelados, algunos de los cuales han sido convertidos por los excursionistas en mojones de la ruta: saben que, cuando pasan al lado de Green Boots o de La Bella Durmiente, se hallan en tal o cual punto de la ruta, a tantos o cuantos metros de la cumbre. Y algunos arrancan pedacitos de la ropa de estos cadáveres a modo de recuerdo. Pienso ahora que su mirada y la que sigue despiezando y rentabilizando a Verónica Forqué después de su muerte son exactamente la misma y son esta sobre la cual nos advirtiera Marx: en el capitalismo, todo se vuelve mercancía.

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Brais Fernández: «Cuenta Hobsbawm que la militancia comunista en Auschwitz seguía pagando sus cotizaciones al partido con cigarrillos. Quizás fuese un detalle, pero me parece una forma impresionante de mantener el vínculo colectivo y de seguir siendo humano en medio del más absoluto infierno».

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¿No es como si, en nuestros días, el cine y la televisión hubieran invertido sus papeles tradicionales? El cine para lo entretenido sin pretensiones —efectos especiales, superhéroes, ese tipo de cosas— y la tele (las series) para las producciones de alta calidad artística y profundidad filosófica.

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Masiva manifestación contra la vacunación, el pase covid, las máscaras y las restricciones antipandémicas en Londres, con pancartas qanonescas sobre el 5G. Comenta Moriche que «decía Trotsky que cuando una crisis evapora la liquidez financiera que hace posible la continuidad del delirio capitalista aflora todo el limo y la mierda que se acumula en su lecho. La crisis es tan profunda que hasta el limo y la mierda se han evaporado ya, y debajo había esto».


Sábado, 18/12/2021. Gonzalo Torné: «Con los amigos que se mueren también se pierden salientes de nuestro temperamento que solo se manifestaban con ellos».


Domingo, 19/12/2021. Me siento muy identificado con el billetín de hoy de Pedro de Silva en La Nueva España. Dice así:

«En la Navidad hay un fondo astronómico y astrológico vinculado al solsticio, un núcleo simbólico basado en el renacer de la naturaleza y una retórica cultual cristiana que los reaprovecha (como ha plantado iglesias encima de un dolmen). Son capas, simplemente, y cada una está construida sobre la anterior, igual que ocurre con la lengua o con la cultura. Por eso en Navidad estoy con la tradición, que en España tiene su núcleo iconográfico en el Belén, sin duda el diorama de más éxito que se conoce. Para hacerse belenista es indiferente ser devoto o no de la religión cuyo origen representa el diorama, basta serlo de las formas que toman el gusto y el sentimiento populares, un tejido sincrético trenzado con hebras alegóricas, religiosas y emocionales. Así que reivindico los derechos del sector laico del belenismo, ya esté formado por una multitud de practicantes o nada más por uno».

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En un acto con miembros de su repugnante partido, cuenta Iván Espinosa de los Monteros esto que sigue, quebrándosele la voz a la mitad de la emoción: «Mi primera noción, mi primer recuerdo de ser español es de cuando yo era un niño pequeño y vivía en Chicago, y hablaba el español mal porque mi idioma era el inglés. En mi cuarto, mi padre, es una tontería, pero me ponía pósters de España. De unos caballos en Ibiza, de una playa de Andalucía, de una iglesia románica. Para un niño pequeño, aquello era algo realmente asombroso… Yo quería venir a España».

Se acuerda Straehle a cuenta de ello de un pasaje de Suspiros de España, un repaso conciso de Xosé Manoel Núñez Seixas de la historia del nacionalismo español de 1808 para acá. Cuenta allá este historiador gallego que, tras la pérdida de Cuba y Puerto Rico, los colonos retornados a la ya antigua metrópoli trajeron con ellos el nacionalismo integral que habían forjado allá, en la lucha contra los mambises, y que se convertiría en uno de los sustratos del fascismo español; un españolismo desplegado en imágenes como de postal de la patria distante, a la que la lejanía simplificaba, y caracterizado —escribe Seixas—por sus «querencias por el poder militar y una autoridad fuerte, cuya concepción de España se asemejaba a la de un cuartel: mando y jerarquía. Y que recelaba de cualquier concesión a los nuevos mambises de la península»: los nacionalistas vascos y catalanes.


Lunes, 20/12/2021. En Chile ganan los buenos, algo que estaba claro que iba a suceder desde el momento en que Vargas Llosa, célebre cenizo, declaró su apoyo a los malos. Yo bromeo en Twitter con la propuesta de un videojuego de plataformas de desplazamiento lateral, tipo Mario Bros o Rayman, en el que uno sea un político haciendo carrera y tenga que ir saltando pequeños vargas llosa intentando apoyarle. Gonzalo Torné dice, parafraseando aquella famosa ocurrencia de Gary Lineker sobre el fútbol y la selección alemana, que «las elecciones son una pugna entre partidos para repartir el ejecutivo de la soberanía nacional, y siempre pierde Vargas Llosa».

La prensa de derechas llora la derrota de Kast. Abc habla del «ultraizquierdista» Boric y el «conservador» Kast. Un conservador hijo de un oficial nazi que huyó a Chile a través de una ratline. ¿Es injusto señalar esto? En principio, no lo es enjuiciar a alguien por quién fuera su padre: uno puede ser muy distinto de su padre. Pero cuando tu padre era un nazi y tú eres un defensor de la dictadura de Pinochet, que visita, agasaja y promete la liberación a sus torturadores, que tu padre fuera un nazi sí es (muy) relevante. A un nazi, hijo no díscolo, sino digno, de su padre se ha derrotado, y los pelmazos de siempre claman ya que nos estamos precipitando a alegrarnos por la victoria de Apruebo Dignidad, recordándonos el bluf de Syriza y que una mera victoria electoral no es la toma del Palacio de Invierno, pero yo (además de no creer en el mito de la toma del Palacio de Invierno; ni siquiera la toma del Palacio de Invierno fue la toma del Palacio de Invierno) pienso que, si acaso, la derrota de un nazi siempre es de por sí una toma del Palacio de Invierno. ¿Cómo diablos puede alguien decente no alegrarse muchísimo?

El nuevo presidente será Gabriel Boric, de 35 años, antiguo líder estudiantil, protagonista de las asombrosas revueltas cívicas que han sacudido el país en los últimos años, hasta el punto de conducir a un proceso constituyente que arrojará por fin al cubo de basura de la historia la Constitución de Pinochet; proceso ya iniciado, pero que se esperaba que un presidente ultraderechista pudiera llegar a detener. Chile representa ahora, como lo representó con Allende, una vanguardia mundial de la esperanza socialista y una o muchas lecciones para las izquierdas todas del globo. El frente amplio capitaneado por Boric ha ganado las elecciones con una virtuosa amalgama de movilización política y sindical clásica, compromiso con los nuevos movimientos sociales y las causas de la diversidad, discurso antifascista y de defensa de las instituciones democráticas y orillamiento inmisericorde del rojipardismo, demostrando, contra lo que vocean los agoreros, que ahí reside una receta ganadora.

Una posibilidad existe de que el neoliberalismo, que nació en Chile, empiece a morir también allá. Y pienso, como dice X. López, que «es hermoso sentir que cosas que pasan muy lejos te afectan e importan tanto como las que pasan en casa. Hoy en día tiene mucho de real, de hechos tozudos, pero también es un sentimiento que hay que construir y mantener vivo. Y creo que en esto nos lo vamos a jugar todo». ¡Viva Chile, mierda!

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Leo en El método Yakarta, de Vincent Bevins, algo que no sabía. Cuando Ho Chi Minh declaró la independencia de Vietnam en el jardín floral de Ba Dinh el 2 de septiembre de 1945, comenzó su discurso leyendo este famoso pasaje de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, de 1776: «Todos los hombres son creados iguales. Son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre ellos la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Uno de tantos ejemplos preciosos de cruce virtuoso entre la tradición socialista/comunista y la liberal. El Tío Ho declaró seguidamente: «Esta afirmación inmortal forma parte de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América de 1776. En un sentido amplio, significa: todos los pueblos de la tierra son iguales desde la cuna, todos los pueblos tienen derecho a vivir, a ser felices y libres». Y me parece que ahí se resume bien cuál debe ser la relación con la liberal de quienes nos adscribimos a la tradición marxista: entender y defender que el socialismo no va de ser antiliberal, sino de hacer efectivo lo que en el liberalismo es solo nominal.

El runrún interior: un dietario (30)


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, NevilleCrítica.cl, La Soga, Nortes, LaU, La Marea y CTXT; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017), La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019) y Los nuevos odres del nacionalismo español (2021).

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