Hierbas de España
/por Javier Pérez Escohotado/
Para Salvador Moreno y Luis Maristany
Una hora de lluvia sobre un puñado de tierra da siempre un manojito verde de algo inútil que se llama vivir.
Juan Gil-Albert: Memorabilia
El cardo y el queso
Las hierbas pueden tener en castellano un sentido despectivo o estar implicadas en sentencias peyorativas: ponerle a alguien de hoja de perejil, mala hierba nunca muere, eres un cardo… Sin embargo, las hierbas son lo más parecido al ser humano: nacen, crecen, florecen o se reproducen, y mueren al final de la estación. Algunas herbáceas llegan a ser bianuales, como el perejil, y aunque el ser humano persiste algo más, ellas son la frágil metáfora de la vida del hombre.
En francés, fines herbes parece que poseyera, de entrada, una connotación positiva o, al menos, intencionalmente utilitaria, sobre todo las de la Provenza. Herbes son aquellas que sirven para cocinar y producen algún olor agradable. Incluso el plato base de la cocina francesa, el pot-au-feu, cuece lentamente con un atadillo, llamado bouquet garni, que habitualmente está compuesto de tres hierbas: laurel, perejil y tomillo. Pero todas, en todas las lenguas, necesitan algún adjetivo para liberarse de ese plebeyo y despectivo genérico hierbas: medicinales, aromáticas, culinarias…
No obstante, separemos las hierbas, que es de lo que hablaremos aquí, de las especias, no sin antes decir que estas fueron profusamente usadas hasta el Renacimiento, edad en la que, evitando el abuso medieval de este ingrediente con el que se enmascaraban los sabores, se recuperaron para la gastronomía las hierbas, cuyo uso «nunca habían abandonado los campesinos» (Maguelonne Toussaint-Samat: Historia natural y moral de los alimentos, t. 6: La sal y las especias, Madrid: Alianza, 1991, p. 137).
Pero existen, también, las hierbas sin más, las hierbas de cuneta, la avena loca, por ejemplo (no puedo evitar la enumeración de los nombres por los que se conoce esta aparentemente ignorada hierba y sus variedades: avena, avenate, avena brava, avena bravía, avena falsa, avena fatua, avena morisca, avena salvaje, avena silvestre, avena silvestre común, avenas locas, avenilla (en Chile), balanco, balango, ballico, ballueca, balluerca, bayueca, cugula, cula, luello, olva, vena, vena brava, vena bravía), y la que es, por antonomasia, la yerba: el cannabis. Mikel López Iturriaga, al que sigo en El Comidista de El País, nos informaba en 2012, con su sentido del humor habitual y basándose en datos del The New York Times, de la influencia del cannabis en la nueva cocina estadounidense y de lo que él llama «la alta cocina colocada». Esto me traspone al final de los sesenta y setenta del siglo XX, en los que, para rendir algunas voluntades y algunos cuerpos deseables, más de uno y una ponían un poco de yerba en la tortilla: baja cocina colocada.
Para los agricultores, algunos cardos son malas hierbas. En cambio, sabemos que el cuajo natural que convierte la leche en queso se extrae precisamente de la flor del cardo de distintas variedades, llamadas hierbas cuajo, entre las que destaca la alcachofa, la Cynara scolymus (además, estos cuajos vegetales son considerados halal y kosher por musulmanes y judíos, con lo que el cardo se convierte así en la hierba de las tres religiones). Sin esa laboriosa preparación, a partir de una variedad no espinosa del cardo, no podríamos disfrutar de cantidad de quesos que el hombre ha elaborado en cualquier tierra en la que hubiera animales que ordeñar, sobre todo cabras y ovejas. La industriosa tarea de recoger y tratar las flores de la alcachofa, como del humilde cardo, ha conseguido, a lo largo de la historia, varias cosas: conservar la leche durante más tiempo y asegurarse, por tanto, el alimento en otra textura, en forma de queso. Además, ha permitido experimentar con él, adaptarlo al medio, transportarlo, venderlo, intercambiarlo…
Dos tipos de cardo aparecen en la obra de dos extraordinarios pintores: Durero y Sánchez Cotán. En un autorretrato de 1493, Durero se pintó a sí mismo cuando tenía veintidós años y aún no se había casado. Todavía es un hombre joven, con un extraño, surreal, gorro rojo y cierto desaliño indumentario, que sostiene en la mano un cardo. En su tiempo, esta variedad de cardo campestre es una planta perenne, hierba molesta y despreciable, pero gráficamente muy poderosa y que en el siglo XV simboliza los sufrimientos de Cristo y también la fidelidad conyugal. La costumbre consistía en ofrecer a las esposas jóvenes esta planta, sin duda anticipando los contratiempos que implica el matrimonio: el parir con dolor, el sometimiento paulino al marido, el débito conyugal… Aunque en el momento de pintar el cuadro Durero no estaba casado, se autorretrata con ese cardo probablemente para regalárselo a su prometida y futura esposa Agnès Frey. El cuadro no deja de ser enigmático, puesto que si no estaba casado, está avanzando a su prometida los sufrimientos, las cargas que implica el matrimonio. Durero se anticipa a todos los grandes pintores de retratos de su mismo siglo y del XVI. De sus cuatro autorretratos, sólo en este se pinta con un cardo entre las manos, planta que se puede identificar como la variedad de Eryngium campestre. La deformación profesional de las manos del pintor, incluso la adaptación fisiológica al oficio, hay que relacionarlas con el duro trabajo que soportaba un pintor de su dedicación y categoría, oficio del que ya había dejado elevadas muestras cuando se autorretrata a los trece años con una técnica —punta de plata— en la que no cabían vacilaciones ni rectificación posible.
Mucho se ha discutido sobre el simbolismo de esta variedad de cardo que sostiene Durero en su autorretrato. Panofsky le atribuye el valor de la fidelidad conyugal o lo considera una alegoría del matrimonio fiel. Lo cierto es que el matrimonio convenido que los padres de Durero le prepararon con Agnès Frey no resistió la prueba del tiempo. Como algunos sostienen, resulta, además, poco probable que un año antes de su matrimonio (7 de julio de 1494) pintara este cuadro para enviárselo a su prometida con la religiosa y resignada inscripción: «Mi vida transcurre según se ordena allá arriba». Recientemente, desde la emblemática, se ha propuesto un simbolismo relacionado con la frase latina sustine et abstine. Según estas interpretaciones, el cardo que lleva Durero en su mano «remite a la idea de vencer las pasiones, sufrirlas renunciando a todo vano placer». Alciato, en su emblema XXXIV, traduce la frase por «sufre y refrénate». Si se lee atentamente este emblema, el autorretrato y el cardo permiten relacionar la situación de Durero mientras espera conocer a su prometida, con el toro del emblema de Alciato, al que el pastor sujeta por la pata para refrenar su impaciencia sexual. Kant propuso una traducción del mismo axioma estoico: «Soporta y acostúmbrate a soportar» (Jesús María González de Zárate: «Alberto Durero. Autorretrato del Louvre, 1493. Sustine et abstine», Imago. Revista de emblemática y cultura visual, núm. 3 (2011), pp. 93-106. González de Zárate identifica este cardo con el cardo castellano del Doctor Laguna o con una «ramita de acebo marino o de cardo»).
En sus irrepetibles bodegones, Sánchez Cotán utiliza el cardo comestible, la hortaliza, cuyo nombre científico es Cynara cardunculus. Cualquier cuadro de Cotán serviría para ilustrar que sus bodegones o naturalezas muertas son únicos. El Bodegón de caza, hortalizas y frutas (1602), en el Museo del Prado, demuestra que la alucinante disposición de los elementos es tan deliberada que no deja posibilidad a la naturalidad de la reproducción o a la teoría de la imitación de la naturaleza.
Al margen de los bodegones, todos sus cuadros de tema religioso parecen ejercicios de un principiante sin talento. Calvo Serraller afirmó que tanto la pintura de tema religioso de Felipe Ramírez como la de Sánchez Cotán «resulta vulgar, mientras que como bodegonista alcanza cotas de gran calidad» (Francisco Calvo Serraller: El bodegón español (de Zurbarán a Picasso), Bilbao: Museo de Bellas Artes, 1999). Parece incluso que los bodegones hubieran sido realizados por otra persona distinta a la que pintó los cuadros religiosos realizados por Cotán a partir de su ingreso en La Cartuja. Estas obras resultan de una convencionalidad absoluta y de un extraño realismo a lo divino. Cotán ha sido calificado de metafísico y de otras cosas más, pero en realidad es un pintor que si no tiene la realidad delante de sus pinceles es incapaz de pintar de memoria, o sea, imaginando cómo serían san Pedro y san Pablo, a pesar de que no le faltarían modelos vivientes entre sus compañeros de cartuja. Es incapaz de imaginar cómo sería la Magdalena o el encuentro de Jesucristo con Marta y María, aunque estos modelos femeninos no los tuviera a mano. La realidad de Cotán no es una realidad real, sino una realidad deliberada, mejor, modificada y, en su caso, suspendida. La costumbre de colgar las frutas y otros alimentos con una liza o cuerda del techo es una práctica alimentaria muy antigua, que ya se cita entre los griegos y latinos: uva pensilis. Con esta sofisticada técnica se asegura no sólo la duración del estado de comestibilidad, al evitar que una manzana, por ejemplo, pudra a su vecina, sino también que las frutas colgadas al aire, en altos y desvanes, se sequen y momifiquen o deshidraten como estando al sol, otra excelente técnica para desecar pescados y otros alimentos en muchas culturas.
El modo en que las cosas desecadas al sol vuelven a la vida con solo sumergirlas en agua es una muestra de elevada inteligencia y capacidad de observación, que evita cualquier otro procedimiento técnico e incluso lo desprecia, porque conocer, ver, experimentar el proceso, el paso del tiempo, es, sin duda, más importante como experiencia que resolver ese mismo método de conservación y desecación por un sistema químico, mecánico o industrial. De nuevo, el paso del tiempo —viento y sol de por medio— es el aliado más barato, más duradero y más eficaz del hombre. ¿Hay algo que lo resuelva mejor?
Pero Cotán no está reproduciendo la realidad, sino componiendo una realidad; creando una realidad que será vendida a alguien, un mecenas, que conoce sin duda los bodegones holandeses y la pintura italiana y española, y por eso invierte y encarga estas concretas naturalezas muertas. La metafísica de los bodegones de Cotán es un tópico relativamente fácil que sigue funcionando como tal sin que tenga demasiada explicación. El argumento convencional consiste en relacionar su producción con la reacción contrarreformista de la España que sale del Concilio de Trento y su decisión de ingresar en la orden religiosa de La Cartuja.
Juan Fernández, el Labrador, es otro de los bodegonistas españoles que cuelga también sus racimos de uvas: sigue al pie de la letra la costumbre de la uva pensilis, la uva colgada, frente a la feracidad de las naturalezas muertas holandesas. El apodo de Labrador obliga a relacionarlo con esa actividad arcádica o bucólica que remite directamente a los clásicos. Horacio, en sus Sátiras, exalta, tanto en tiempos de abundancia como de escasez, la virtud de la moderación de un personaje llamado Ofelo, quien recuerda que le decía (Horacio: Sátiras, lib. II, 2, vv. 111-122. El verso 121 dice: sed pullo atque haedo; tum pensilis uva secundas… Esa uva pasa es la uva colgada de todos los países mediterráneos): «En día de labor no como sin tino: sóloun plato de verdura con punta de jamón ahumado. Y si tras largo tiempo me visitaba […] nos regalábamos no con peces traídos de la ciudad, sino con un pollo y un cabrito; luego los postres los adornaba con uva pasa y nuez con higos partidos».
Tras esta digresión a través del cardo campestre y el comestible, vayamos al carro de los quesos y comprobaremos el escaso interés de la cocina de vanguardia por estos productos, fruto de la necesidad y el ingenio humano. «¡Adiós al carro de los quesos!», exclama Adrià en 1996, al describir los estilos de elBulli (Ver Richard Hamilton y Vicente Todolí (eds.): Comida para pensar. Pensar sobre el comer, Actar, 2009). ¿Sirve este adiós para distanciarse de su fama y uso generalizado en la cocina francesa y en su gastronomía? En este momento de la digresión y de la digestión, es de obligada referencia aquella frase atribuida a De Gaulle: «Un país que tiene más de 350 variedades de queso es difícil de gobernar». Pero ¿por qué la cocina de vanguardia apenas ha incorporado a su paleta gastronómica los quesos? Tal vez sea porque se pregunta con mayúscula lucidez: ¿quién puede mejorar un cabrales o un idiazábal o la mayoría de los que existen, auténticos productos acabados, redondos, únicos, obras maestras en sí mismos? Aunque si deconstruyéramos algún queso, ¿qué quedaría? La respuesta es compleja, pero sin duda quedaría instinto de supervivencia, adaptación al medio, ingenio, creatividad, placer y una más que justificada excusa para beber un buen vino, que conviene tener siempre a mano.
Hierbas del exilio y el lujo de lo escaso
Sin embargo, las hierbas enraízan en un lugar y allí mueren. No migran. Algunas solo mutan o rebrotan de su raíz, como el cardo campestre que sostiene Durero. Al igual que las hierbas, así las personas. El músico y pintor Salvador Moreno (1916-1999) (Josep Maria Montaner: Talaia d’Amèrica, Barcelona: Columna, 1993. Se trata de una biografía novelada; mejor, de un diálogo entre Edmundo Salvador y Ricard Palau, trasunto el primero de Salvador Moreno tal como se afirma en el epílogo) de padres españoles pero nacido en México, todavía pudo conocer y tratar al poeta Luis Cernuda cuando este trabajaba con bastante desgana y desasosiego en la Universidad de Mount Holyoke de Massachussetts. Por entonces, Cernuda realizó varios viajes a México y acabó estableciéndose en el barrio de Coyoacán, en la casa de Concha Méndez, el año 1952 (Aunque a algunos de los exiliados no les gustó la palabra transterrados [Claudio Guillén], otros acabaron aceptándola [Adolfo Sánchez Vázquez]. Desterrados o transterrados, todos exiliados).
Al contrario que los exiliados españoles de la guerra del 36 y después de unos años de convivencia con ellos, Salvador Moreno decidió abandonar el suelo mexicano y venir a vivir a España, donde se implantó y enraizó en 1955. Una vez en Barcelona, intentó convencer, con relativo éxito, a algunos amigos exiliados para que fueran regresando poco a poco a España. Cuando yo lo conocí, vivía en ese edificio alto que todavía existe en La Barceloneta, en la avenida Don Juan de Borbón, y que ayuda a definir discretamente un skyline de la ciudad, disperso y sin consenso. Durante algún tiempo trabajé en unas grabaciones con la idea de reconstruir su biografía, trabajo que Salvador convertía en agradable y a la vez renuente; mejor, que él dilataba de forma interminable. Yo buscaba el dato, incluso lo que los periodistas llaman un titular, pero no había manera. Volvíamos al meollo de las cosas y él siempre divagaba, se escabullía, eludía la confesión que yo, con insistencia sin duda impertinente, pretendía. Y lo dejamos. En todas aquellas horas de conversación en su casa de La Barceloneta, en un piso muy gastronómicamente catalán porque daba al mar y a la montaña, me regaló varias, muchas anécdotas que no he olvidado —ni le agradecí lo suficiente hasta ahora—, pero de las que he conservado algunos preciosos regalos, dones, podría haber dicho al aire de Borges. Como digo, un costado de su casa daba al mar; el otro, al barrio y al puerto. En alguna ocasión, frente a un vinillo blanco y unas aceitunas de Aragón —siendo mexicano prefería, por supuesto, las muertas—, me dijo que, en el mar, que a todos parecía tan profundo, él no encontraba ningún atractivo porque «todo lo interesante pasaba dentro, y eso tan interesante era invisible al ser humano». Tenía una manera de ser ingenioso, agudo y reflexivo a la vez, un modo de pensar bergaminiano, a veces. Practicaba de forma natural un ensayismo improvisado en la estela de Ortega y Gasset o la misma María Zambrano, Ramón Gaya o Juan Gil-Albert, con un éxito más que ocurrente.
A pesar de que su profesión fue la de músico (autor e muchas canciones, compuso la ópera Severino, con letra de João Cabral de Melo, que se estrenó en México en 1961. Tras sus estudios en el Conservatorio Nacional de Música de México, siguió estudiando, ya en Barcelona, con el maestro Cristòfor Taltabull), pintaba con gracia en la estela de Ramón Gaya, al que le unió una amistad histórica, por encima y por debajo de otras turbulencias. Uno de sus temas habituales era el bodegón con flores, pero muchas veces no tenía flores porque las últimas se habían marchitado o no las podía ni quería comprar. Así que cuando los amigos íbamos a verlo, nos pedía que, para pintar, le trajéramos un ramo de hierbas, de «hierbas de España», a las que atribuía una enigmática capacidad de inspiración estética, y, además, no costaba más trabajo que arrancarlas de la orilla de cualquier carretera o camino.
«Hierbas de España» era una expresión genérica que se refería a esas plantas cuyo nombre propio la mayoría ignora y, sin duda también por eso, todos despreciamos; eso que suele crecer en las cunetas, lo que se abandona, se rechaza por inútil, innecesario; lo que se agosta, olvidado, sin producir ninguna deliberada belleza, ninguna utilidad culinaria, ningún remedio médico. Aquella demanda de hierbas de España era en Salvador Moreno —y eso es lo más importante— una reivindicación de cierta estética del lujo mínimo, una estética que reunía sencillez y lujo, y que él administraba y vivía todos los días de una manera sabia y única: ejemplar. De su amigo Ramón Gaya suele citarse la respuesta que dio a una persona que insistía una y otra vez, como una fijación, en el atraso y la pobreza de España: «Sí, aquí somos pobres, pero de lujo».
Antes de llegar a España, Salvador Moreno había frecuentado en México a algunos de nuestros más ilustres exiliados: Manuel Altolaguirre, Max Aub, José Bergamín, Luis Buñuel, Luis Cernuda, José Gaos, Ramón Gaya, Juan Gil-Albert, Máximo José Kahn, Emilio Prados… Tras la guerra civil, éstos habían dejado su casa y su patria por obligación, y él decidió dejar su casa en cuanto ellos llegaron a México, entre 1939 y 1940, para enrolarse en la compañía de aquella tropa de escritores, pintores y músicos, a los que él conocía, sobre todo, a través de la revista Hora de España, el órgano de expresión de la República durante la guerra civil. También él acabaría dejando su orilla natal, México, en un viaje inverso, en los años cincuenta, para volver al suelo patrio de sus padres. A él se le deben trabajos de investigación sobre artistas catalanes que trabajaron en México, como Pelegrí Clavé y Antoni Fabrés y el escultor Manuel Vilar, investigaciones que llevó a cabo en la Academia de Bellas Artes de Sant Jordi en Barcelona.
Salvador contaba que, en el colmo de la nostalgia y tal vez de la penuria, los exiliados españoles en México evocaban las hierbas de España. En boca de Salvador, aquella expresión, «hierbas de España», enviaba directamente al poema «A las hierbas de España», que su autor dedicó a Concha de Albornoz. Juan Gil-Albert lo escribió en el viaje que hizo en 1944 desde México a Buenos Aires en compañía de Máximo José Kahn y lo publicó en Las ilusiones con los poemas de El Convaleciente (el libro está muy bien contextualizado en Pedro J. de la Peña: Juan Gil-Albert, Madrid: Júcar, 1982, pp. 130-138.), libro que «marca el momento clave de la evolución poética de Gil-Albert» (Juan Gil-Albert: Fuentes de la constancia [ed. José Carlos Rovira], Madrid: Cátedra, 1984, p. 25).
Allí estaréis en esas soleadas
horas del grillo, cuando los pinares
todos atravesados de espadines
de luz, dan a la siesta del que pace
un murillesco sótano de gloria.
[…]
Sus lágrimas se vierten sobre un vaso
que conoce el sabor de sus desvelos,
mas, ¡ay! ¿quién puede aquí, al oír mis cantos
palpitar con un son desconocido?
En este poema, Gil-Albert se remite con nostalgia al espacio y al tiempo de su infancia y su adolescencia. «Una recreación de la naturaleza en la memoria», ha dicho su biógrafo Pedro J. de la Peña (Pedro J. de la Peña: o. cit., p. 133). Ya antes, en Son nombres ignorados (1938), aparecían las hierbas en la elegía que Gil-Albert dedicó a la casa de campo de la familia, que fue ocupada por un grupo de milicianos en la guerra civil:
Y la soledad estará sentada en tu balcón agreste
viendo las cabras de cuello gentil
ramonear las hierbas inmortales
en los débiles cerros.
Estas «hierbas inmortales» no son más que plantas herbáceas de vario pelaje y condición, a las que Gil-Albert ha elevado a la inmortalidad con esos cuatro versos, que poseen la perfección marmórea de los elegíacos latinos.
Pero cuando alguien busca un tema para un cuadro —que suele ser una excusa para una reflexión—, puede salir al campo y elegir entre una infinidad de hierbas hasta confeccionar un ramo, un manojo, que luego dejará caer, con desmayo o intención, en una jarra de cristal o de cerámica común para, luego, pintarlo. No se trata de un bodegón convencional; no incluye abundancia de viandas, frutas, verduras, a la manera holandesa. No se trata tampoco del género florero, con plantas que alguien corta en el jardín o compra en un mercado y dispone estudiadamente en el espacio para demostrar la riqueza del propietario. Se trata de hierbas que crecen en ribazos, entre las piedras, en lugares exóticos o difíciles, en lugares imposibles, pero que una vez plantadas dentro de la boca ávida de un jarro de vidrio o de un tarro de cerámica, cobran vida propia y adquieren una disposición que solo el azar regula. Y allí y entonces, aparece el ojo del que ve, el ojo del que sabe ver: la frágil realidad de la hierba o la planta o la flor, y la etérea inconsistencia del cristal. No hay género dentro de los subgéneros del bodegón que incluya las hierbas como tema, y mucho menos las hierbas de España. En el cuadro de Ramón Gaya Agua y matorral. Chapultepec (1948), las hierbas de la orilla, frente al sinuoso caudal del río, se convierten en aéreas pinceladas que logran el pulso y la precisión del calígrafo chino. Eso es una hierba: el pulso y la precisión de un calígrafo chino. La Naturaleza siempre imita al arte.
Probablemente, esos floreros que como género abundan tanto en la obra de Gaya son una versión modernizada de las vanitas históricas, que en su versión hispana barroca suele incorporar tétricas calaveras. Para la representación de una vanitas moderna en la que se pretende comunicar la idea de la belleza caduca y el irremediable triunfo del tiempo y de la muerte sobre las cosas, nada puede haber más útil que un buen ramo, un puñado de hierbas; hierbas confusas y difusas, recogidas en el campo, al azar, al pasar (los floreros de Benito Espinós (1748-1818) pueden ser sin duda referencias de un estilo de la escuela valenciana de flores y ornatos del siglo XVIII, demasiado elaborados para el gusto estilizado y minimalista, casi una chinoiserie de Gaya o del propio Salvador). Es cierto que interpretar la naturaleza muerta como vanitas es un recurso frecuente y cómodo, facilón. Pero Gaya, con sus naturalezas muertas o quietas, se rebela contra ese vacío crítico que atenaza a este género pictórico y cuya «discusión sigue estando oprimida e inhibida» (Volver a mirar. Cuatro ensayos sobre la pintura de naturalezas muerta, o. cit., p. 12), tanto ahora como cuando Gaya pintaba. Sin embargo, en la obra pictórica de Gaya, las flores o las hierbas —una simple rama de perejil— es tan importante o más que el vaso de cristal o el jarro de cerámica corriente. En Los homenajes de Ramón Gaya, José Muñoz Millanes aborda esta sutil cuestión (Los homenajes de Ramón Gaya, o. cit., p. 34):
En su análisis de los interiores de Kierkegaard, Adorno afirma que las flores, arrancadas, hacen posible que la vida orgánica acceda al espacio privado del hombre. En cierto modo, en sus homenajes, con la vegetación recolectada y expuesta, Gaya tiende a abrir su espacio vital a la naturaleza: a convertirlo en un jardín o en un huerto a escala reducida; en el manojo de perejil, en el racimo de uvas, en los tomates («joyas de la naturaleza, más hermosos que una esmeralda») o en los ramos de flores […] «Que las flores estén bonitas en un cacharro, me interesa en mi casa».
Las flores poseen su propio lenguaje que, caído en total desuso, tuvo, sin embargo, enorme vigencia durante el siglo XVII e incluso en el XVIII. La rosa significaba el amor y también el silencio. El clavel era el emblema del amor humano; la margarita, de la misericordia; la violeta era símbolo de la modestia; el ranúnculo, de la soltería; la flor del azahar, como todavía se sabe, lo era de la virginidad; y la azucena, de la pureza (Julián Gallego: Visión y símbolos en la pintura española del Siglo de Oro, Madrid: Cátedra, 1987, p. 199). Éstos eran sus valores simbólicos, que desaparecen en siglo XX, en el que las flores se adoptan como tema del cuadro en un sentido más general, que remite al tópico clásico de la caducidad de la belleza. Pero las hierbas no acaban de verse como protagonistas de ningún cuadro de género; sólo ocasionalmente se dejan ver en su misma simplicidad. Sin embargo, su referente literario como vanitas ya está en Isaías (40, 6-7): «Toda carne es hierba y toda su gloria como la flor de los campos. Ciertamente, el pueblo es la hierba» (Ver también Salmo 102, 12: «Mis días son como sombra que se alarga y yo me seco como la hierba»).
En Volver a mirar, Norman Bryson analiza las naturalezas muertas de la pintura holandesa del XVII y describe un tipo de cuadro muy popular en ella que representa la abundancia, la riqueza, el valor de la propiedad, el exceso incluso. Pero entre todos aquellos pintores destaca, por la virtud de la escasez de recursos, la obra de Willem Claesz Heda, que logra una solución al problema de la opulencia y su representación por medio del «rechazo absoluto del exceso material». Al comentar el grado de desorden representado, por ejemplo en el Desayuno del mismo Claesz Heda, lo interpreta como «si la producción [la artesanía del vidrio y del propio cuadro] fuese vista como algo inteligente, resuelto, fuente de cultura; y el consumo, como algo estúpido, anárquico y ciego, puesto que la producción es una delicada red que enlaza a artesanos, pintor y espectador, y el consumo es un desgarrón en esa red» (Volver a mirar, o. cit., pp. 120 y 128).
Tanto en Ramón Gaya como en Salvador Moreno, el uso de los cacharros de cerámica y de las flores, de las hierbas o las ramas, hay que interpretarlo como un rescate; como la salvación de lo que pertenece normalmente al ámbito de lo privado, de lo doméstico. En ambos parece una más que evidente reacción frente y contra la producción industrial, que se convertirá en exceso y seriación. Tal como señaló Andrés Trapiello —y José Muñoz mantiene—, «la combinación minimalista de cacharros u objetos populares para montar los homenajes la hereda Gaya de la Institución Libre de Enseñanza (ILE), tan ilusionada con el refinamiento de la pobreza digna» (Los homenajes de Ramón Gaya, o. cit., p. 37). Antonio Bonet Correa destaca el interés de la ILE —sin duda en la estela del movimiento Arts&Crafts— por los estudios sobre las artes industriales y, refiriéndose a Francisco Giner de los Ríos, comenta que «sus descripciones del hogar son líricas, acordes con la poesía de Juan Ramón Jiménez, con el ideario de una belleza pura y desnuda, muy moderna» (Antonio Bonet Correa (coord.): Introducción a Historia de las artes aplicadas e industriales en España, Madrid: Cátedra, 1982). Este es, también, el referente de Salvador Moreno: «la pobreza digna», no solo por la reivindicación aparentemente bucólica de los cacharros y las hierbas o las flores, sino porque ambos optaron por pintar de una manera tal que ponía en cuestión y, conociéndolas, se desarrollaba al margen de las vanguardias históricas y sus imitaciones posteriores. Pero Gaya «no impugna el vanguardismo solo por lo que tiene de ruptura, sino también por lo que tiene de continuidad. Y si acaso hay en su pintura una exigencia, esta lo es de una ruptura más radical, más extrema, aunque esa ruptura tenga también algo de retorno o de recuperación» (José Luis Pardo: «Ramón Gaya o el nacimiento de la pintura» en catálogo de la exposición Ramón Gaya. La hora de la pintura, Barcelona: Fundació CaixaCatalunya, 2006, p. 64).
Vanguardias históricas y gastronómicas
Eric Hobsbawm, en su conferencia A la zaga. Decadencia y fracaso de las vanguardias del siglo XX, se propone demostrar que las llamadas vanguardias históricas no alcanzaron el objetivo que ellas mismas se habían propuesto porque partían de la suposición de «que las relaciones entre el arte y la sociedad habían cambiado radicalmente y que las viejas maneras de mirar el mundo eran inadecuadas y que debían hallarse otras nuevas» (p. 9). Al final del largo período que va de 1905 a 1960, las vanguardias abandonaron el novedoso proyecto en el que se habían embarcado y se acabaron convirtiendo en «auxiliares de la mercadotecnia» (ibídem). Este fracaso de las vanguardias lo sitúa Hobsbawm, sobre todo, en lo que él llama la «obsolescencia técnica» de la pintura de caballete frente a la irresistible ascensión del cine, la ópera, el vídeo e incluso el mismo concierto de rock, que logran una especie de unificación de las artes ante lo que denominó Walter Benjamin «la época de la reproductibilidad técnica». Aun así, si se compara la fotografía del fotógrafo Hugo Erfurth con el retrato que le hizo el pintor Otto Dix en 1925 se advierte con toda claridad la mayor eficacia plástica del cuadro de Otto Dix frente a la realidad anecdótica y realista, puntual, de la fotografía. La fotografía no puede aspirar, por sus limitaciones técnicas, más que a la reproducción de la realidad instantánea. Otra cosa es que la técnica permita fotografiar o filmar o grabar una manipulación de la realidad, lo que ya puede considerarse dentro del campo de la creación humana.

La pretensión de los pintores de que sus obras eran únicas e irrepetibles, o sea, obras de autor, es otra de las razones por las que Hobsbawm cree que las vanguardias históricas perdieron su batalla contra otros modos de expresión, como la fotografía o el cine. La idea de que algo, un cuadro por ejemplo, es algo irrepetible «siguió siendo el fundamento de la categoría de arte visual de clase alta, y del artista de alto nivel, bien diferenciado del trabajador artesano o del pintamonas» (Eric Hobsbawm: A la zaga…, o. cit., p. 21).
De esta idea de artista hasta la consideración del cocinero como autor en el entorno de la llamada alta cocina no hay más que un discreto salto. No sólo la cocina de vanguardia pretende ser y se considera a sí misma como la obra resultante de un autor cocinero, sino que está extendida como una peste la expresión cocina de autor, incluso el rótulo comercial de tapas de autor hasta un punto mediático y propagandístico que roza la ridiculez, la tontería sin gasificar. Siguiendo las advertencias de Hobsbawm en su análisis de las vanguardias artísticas, la autoproclamada gastronomía de vanguardia debería evitar esas evocaciones de las vanguardias artísticas y el uso de nombres cargados de sentido e historia, porque, de tener razón Hobsbawm, esa pretensión de convertirse en artista solo puede conducir —si es que no ha sucedido ya— a que el público que todavía puede acudir a los restaurantes vanguardistas huya en desbandada en la dirección opuesta, que no es la de las tapas de autor, ni esa otra que consiste en la compungida vuelta a casa de estos pródigos artistas gastronómicos que descubren el producto y la producción local, el mercado de proximidad, el menú accesible, el pincho como solución gastro-económica.
Esa huida se dará —se está dando ya— no solo por esa razón elitista y de artística, sino también porque el mayor fracaso de las vanguardias consistió en la ruptura entre el público y el artista en un mundo en el que las obras no dependían ya de unos clientes concretos, de unos encargos —de unas reservas—, sino de la demanda de miles y millones de personas que podían contemplar y comprar determinadas obras o sus reproducciones técnicamente perfectas. Pero lo definitivo de esta ruptura no es la distancia que el artista de vanguardia, el autor de vanguardia —podríamos añadir, la cocina de vanguardia— ha establecido respecto a su clientela, sino la completa ruptura del pasado. Por eso, en las encuestas realizadas en los años setenta, Van Gogh seguía siendo —y también hoy— un pintor cuatro veces más popular que Braque, por ejemplo, «incluso en el grupo más cultivado» (ibídem, p. 25). Y esto continúa siendo así porque las vanguardias, las históricas y las que todavía hoy sobreviven como copias degradadas o vulgares imitaciones, rompieron el consenso del lenguaje tradicional y optaron por otro completamente incomprensible o que necesita de mucha explicación, no siempre crítica y las más de las veces puramente mediática, o sea, textos ad hoc para rellenar los suplementos de cultura y los espacios habilitados por la Gran Burbuja para albergar no se sabe muy bien qué y sí se sabe muy bien qué. «Los nuevos lenguajes —opina el mismo Hobsbawm— necesitaban subtítulos y comentaristas» (ibídem, p. 31).
A cualquiera se le ocurre pensar en los pretenciosos nombres —tal vez títulos, como si de un autor se tratara— que adoptan los platos de esta cocina y que recuerdan inevitablemente estas prácticas elitistas de las vanguardias artísticas. La manía de explicar, en una terminología aparentemente específica, el proceso y la receta del plato que uno se va a comer, en la mayoría de los casos, estropea el resultado, a pesar de que con frecuencia pretenda ser una sorpresa o una experiencia para los sentidos. Los títulos de los platos no pretenden la descripción del contenido o el proceso de su realización, sino llamar la atención del comensal y, sobre todo, identificar al supuesto connaîsseur; al supuesto entendido en la materia o, mejor, al esnob, que es el que campa, ocupa y paga los menús degustación de los restaurante de cocina de vanguardia.
Pero cuando parecía que las vanguardias artísticas habían asumido que su batalla estaba perdida, llegó en su ayuda el conceptualismo, corriente artística que se impone en la década de los sesenta y cuaja en una exposición de 1968, en la que el marchante (la vanguardia y la cocina de vanguardia también son productos de mercado) Seth Siegelaub presenta al primer grupo de creadores conceptualistas: Lawrence Weiner, Joseph Kosuth, Robert Barry y Douglas Huebler. Sin embargo, Sol LeWitt acabará siendo el más conocido del movimiento.

Por conceptualismo se suele entender «la confluencia de dos grandes legados de la modernidad, uno encarnado en el readymade; el otro, en la abstracción geométrica» (Hal Foster y otros: Arte desde 1900, Madrid: Akal, 2006, p.527. La verdad es que, sin más contexto, la definición no define prácticamente nada. Este es otro de los rasgos de buena parte de todas estas posvanguardias: su runrún lingüístico, su falta de significancia. Y en la gastronomía, su falta de sustancia). Hobsbawm, por su parte, cree que el conceptualismo se puso de moda porque «es fácil y porque es algo que hasta las personas sin habilidades pueden hacer, mientras que las cámaras [de fotografía o cine], no; es decir, tener ideas, sobre todo cuando no es necesario que sean ni buenas ni brillantes» (A la zaga, o. cit., p. 42). El conceptualismo se introduce en la cocina de vanguardia a lo largo de la década de los noventa con un ostentoso retraso histórico como discurso. El mismo retraso en la aplicación del discurso le ocurrirá a la gastronomía con la deconstrucción, el japonismo y otras hierbas que aquí se van recolectando. En la síntesis del análisis evolutivo de elBulli, dentro del apartado «organización/ filosofía», se fecha en 1994 la «búsqueda técnico-conceptual». Aplicada esta búsqueda al producto, se identifican los siguientes apartados (Comida para pensar, pensar sobre el comer, o. cit., p. 272. Añadamos que, en este mismo año, la aplicación técnica a esa búsqueda técnico-conceptual es «el sifón a secas»): La comprensión del producto. Producto bueno/producto caro. Sabor puro de un producto. Nueva manera de entender los lácteos. Productos en texturas elaboradas.
En esta enumeración de conceptos, ¿qué se entiende desde la perspectiva de la cocina de vanguardia por comprensión del producto? No conozco ningún desarrollo verbal de semejante sintagma, lo que hace necesaria alguna indagación complementaria. En ese año 1994, en esa misma búsqueda técnico-conceptual, las elaboraciones culinarias realizadas son: «aguas de hierbas aromáticas, jugos de verduras clarificados, consomé de jamón y nuevos cappuccinos». Hay otras elaboraciones más vanguardistas: «espuma fría como salsa, nuevas formas con salsa caramelizada, ravioli líquido, el mango como nueva pasta, chaud-froid de moluscos, cornetes»; pero la enumeración anterior parece el menú de la planta de digestivo de un hospital. No obstante, de ese año es el plato estrella la menestra de verduras en texturas, compuesta por «un sorbete de almendras, una espuma de acelga-rábano, un puré de tomate, un granizado de melocotón, una gelatina de albahaca, una mousse de maíz, una mousse de coliflor, aguacate y almendras tiernas peladas» (Xavier Moret: elBulli des de dins. Biografia d’un restaurant, Barcelona: La Magrana, 2007, p. 111). ¿¡Es que estos cocineros no han comido nunca una menestra de verduras a la riojana!? Pero, claro, la ironía, el sentido del humor, la distancia intelectual respecto a la comida hay que verla —para estar à la page, para estar al loro— en el concepto, en esa idea de la menestra como conjunto de hortalizas, pero en la que no hubiera hortalizas, sino texturas, nuevas maneras de presentar productos tradicionales de la huerta y otros frutos. Así sería más divertido. Era ya el principio de la deconstrucción. Sólo los más enterados pudieron entender y asimilar el desarrollo del concepto menestra de verduras en el que no hubiera prácticamente ninguna verdura, pero que, sin embargo, fuera un referente irónico respecto a la idea de una mezcla de verduras varias. ¿Y por qué esto no podría llamarse, en lugar de menestra de verduras, por ejemplo, piano textural? En ese mismo año 1994 «se creó en elBulli una serie de conceptos y de técnicas que permitieron conseguir nuevas texturas como los helados salados, las espumas o las gelatinas» (ibídem, p. 111). ¿El historiador de la gastronomía debería considerar estas nuevas texturas como conceptos? Concepto y/o textura. ¡Qué rara amalgama conceptual!
Todo parece indicar que para este viaje no hacía falta tanta impedimenta técnico-conceptual. ¿Qué se pretende con este lenguaje falsamente especializado y vagamente referencial? Probablemente ese lenguaje, esa filosofía que asoma por detrás, no es más que el eco, vano por cierto, de aquel conceptualismo artístico que apareció en la década los sesenta, lo que nos retrotrae a un mundo completamente periclitado en los noventa, que es cuando la gastronomía resucita el término y el concepto de vanguardia, y que persiste hasta hoy mismo con un empuje creo que ya decadente, delicuescente.
El perejil de todas las salsas
Una vez metidos en este huerto, regresemos a las hierbas de España, a esas «hierbas inmortales», y busquemos perejil, otra hierba que puede crecer en huertos y jardines, pero que frecuentemente lo hace también en las márgenes de los caminos, en muros, al borde de una alberca… «En Macedonia, crece en precipicios», apunta, de manera enigmática, el célebre médico griego Dioscórides. Es una hierba muy parecida al cilantro, del que se usa tanto el tallo verde como la semilla. El uso de ambas está muy extendido; a veces, en los ultramarinos, nos lo regalan sin distinción. Sin embargo, el cilantro (Coriandrum sativum), culantro o coriandro ha tenido usos y cierta fama que no tienen nada que ver con la cocina popular, ni con el perejil, ni con su uso gastronómico. Con las semillas del cilantro se elaboraba una receta para «confortar el cerebro», o sea, para remediar el dolor de cabeza, aunque el doctor Laguna (que además de médico de papas y reyes, es el traductor de la Materia médica de Dioscórides) aseguraba que las propiedades del cilantro pueden provocar «cosas de orates». En el siglo XVI, cosas de orates significaba que podía provocar alucinaciones o desvaríos, es decir, cosas de locos. ¿De qué manera y en qué preparación el cilantro podía causar «cosas de orates»? Dioscórides, si seguimos la traducción del doctor Laguna, distingue el uso del culantro verde y de la semilla. Y sentencia con eficacia conceptista: «El zumo del culantro bebido quita luego el habla, después hace desvariar, y a la fin despacha», añadiendo una reflexión:
No me espanto si en nuestra España tenemos tantas casas de orates, pues comemos en todos los potages, y salsas ordinariamente de culantro verde, del qual en todas las otras partes del mundo se recelan, y guardan como capital enemigo de los sentidos y veneno muy pernicioso (Pedacio Dioscorides Anazarbeo, anotado por el doctor Andrés Laguna, Francisco Suárez de Rivera (ed.), 1733. Se trata de la Materia médica, que el doctor Laguna ya editó con traducción, comentarios y dibujos suyos en Salamanca, en 1570. Hay una edición facsimilar extraordinaria editada por César E. Dubler en Barcelona [1955]).
El perejil, para Ramón Gaya y en la historia de la edición en España, es una imagen muy utilizada, que él puso de moda. Por ejemplo, la ilustración de la portada del libro de poemas de Juan Ramón Jiménez titulado Canción (1935) es precisamente una rama de perejil. El mismo perejil que luego se ha utilizado en otras ocasiones (por ejemplo, en Poesía en prosa y verso de Juan Ramón Jiménez, escogida para los niños por Zenobia Camprubí Aymar, Madrid: Signo, 1933) y que el propio Gaya volvió a usar al cabo de muchos años. Perejil que veo rescatado aquí y allá, como un símbolo ya histórico, por ejemplo, en el premio Velázquez del 2002, en el colofón del catálogo de la exposición de Gaya en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. O en el cuadro de Gaya El perejil (1994), en el que, viendo sus últimos bodegones, «la pintura se despoja, se desnuda, se esencializa, se reduce a muy poco: a unas ramas en el desvaído amarillo juanramoniano» (Juan Manuel Bonet: «Ramón Gaya: una travesía del siglo» en Ramón Gaya. La hora de la pintura, Barcelona: Fundació Caixa Catalunya, 2006, p. 35). El mismo perejil que Ramón Gaya pudo ver pintado en los cacharros de su casa. Tal vez, la reproducción de algunos platos de cerámica de Manises, que desde el siglo XV reproducen ese mismo motivo.
El perejil alcanzó incluso la categoría de planta generacional. Cuando Concha Méndez se casa en Madrid con el poeta y editor Manuel Altolaguirre el 15 de junio de 1932, en la iglesia de Chamberí, cuenta:
Las invitaciones las imprimimos en nuestra imprenta. Como era la época surrealista, le propuse a Manolo que nos vistiéramos de verde. Entonces se estilaba casarse por la tarde, y no con traje de novia, sino con un trajecillo de chaqueta. Iríamos los dos de verde y yo llevaría en la mano un ramito de perejil (Paloma Ulacia Altolaguirre: Concha Méndez. Memorias habladas, memorias armadas, Madrid: Mondadori, 1990, p. 89).
Firmaron como testigos de la boda: Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén y otros. El perejil: toda una hierba generacional y, además, de vanguardia, surrealista.
Por otro lado, acabamos de saber, a través de un estudio de la Universidad Autónoma de Barcelona, que el hombre de Neandertal ya usaba las hierbas medicinales: entre ellas se han encontrado restos de aquilea y camomila, lo que alarga su utilidad por el lado legendario (los resultados se publicaron en la revista Naturwissenschaften. The Sciencia of Nature, que recoge los resultados de los hallazgos en la cueva El Sidrón de Asturias [El Periódico, 19 julio 2012, Sociedad, p. 32]). La aquilea, que es otra herbácea, crece en zonas no demasiado secas y bien drenadas. Se puede encontrar en pastos, en campos cultivados y frecuentemente junto a las carreteras, en laderas de montaña y en zonas umbrías y boscosas. Como es bien sabido, se llama así en honor al héroe griego Aquiles, invulnerable gracias a los remedios de la planta, y tal vez por eso es llamada «la hierba de los soldados». Sin duda, derivados de esa planta fueron los que usó Isolda la Rubia para curar a Tristán tras la batalla contra Morholt y, después, contra el monstruo que tenía sometida a Irlanda, tal como se narra en la historia de Tristán e Isolda.
Poética de las hierbas y las flores comestibles
Pero las hierbas son, además de forraje para los animales, un sugestivo tema para un florero, su complemento o un sustituto. En cambio, las flores, ese símbolo de la fugacidad de la vida tan manoseado por poetas y pintores («No la toques ya más, que así es la rosa»), han sido rehabilitadas en la cocina de vanguardia como alimento; y digo rehabilitadas porque ya se usaban desde la antigüedad. No obstante, se ha dado, en esta cocina de vanguardia, una traslación de las flores como elemento dominante decorativo al de alimento, sobre todo los pétalos, aunque, muchas veces también, su uso en gastronomía es solo decorativo en cócteles, postres, ensaladas… Incluso este uso gastronómico de las flores tiene su lado clandestino al no estar autorizado su consumo por la Unión Europea, que no considera las flores un comestible tradicional. Los cocineros que usan las flores en sus platos se justifican diciendo que compran lo que hay en el mercado, dando por hecho que es legal su venta y distribución. La prohibición se basa en el reglamento europeo 258/1997, que considera tradicional, y por tanto admitido, cualquier alimento que, como tal, fuera usado antes de 1997. Si para la Comunidad Europea lo «tradicional» comienza antes de 1997, hay que echarse a temblar.
La flor de la calabaza, los pétalos de rosa, la flor de la lavanda, la capuchina, las violetas y las caléndulas son las flores más usadas en gastronomía. Los comensales en general no conocen sus méritos dietéticos, pero algunos cocineros de vanguardia reivindican de forma decidida la libertad de su uso. Sin embargo, recuperando a Dioscórides, debemos saber que la flor del romero coronario o rosmarino «conforta el cerebro, el corazón y el estómago; restituye la memoria perdida y despierta el sentido». Conviene, por tanto, una infusión diaria de romero coronario o rosmarino, sobre todo, por si nos puede despertar el adormecido sentido común en estos y otros temas sobre arte y gastronomía.
Las pinturas o los cuadros de flores fueron abundantes durante el siglo XVII y después. Pero las flores, independientemente de su valor simbólico, se dan en un espacio económico que remite a tres lugares, que, a su vez, poseen su respectivo prestigio social: el mercado, el jardín botánico y la especulación con el valor real en dinero de las mismas flores y con la propia pintura, como cuadro que necesita una consumada habilidad. Para el estudio del espacio de la especulación con las flores —concretamente el tulipán— poseemos un ejemplo histórico que se refiere a los primeros veinte años del siglo XVII en los Países Bajos. Muchos han estudiado este mercado. El escritor polaco Zbigniew Herbert —que ha narrado con penetración de poeta esa guerra del tulipán y que, por otra parte, tanto recuerda nuestra burbujeante crisis— constata que «durante un breve tiempo los gastrónomos intentan hacer de estas flores [los tulipanes] un manjar para mesas refinadas: en Alemania se comen confitados, y en Inglaterra con especias, aceite y vinagre». Sin embargo, «el tulipán se mantuvo como era: poesía de la naturaleza, a la que el utilitarismo vulgar le es ajeno» (Zbigniew Herbert: Naturaleza muerta con brida, Barcelona: Acantilado, 2008, p. 62). Este aforismo zanja, para mí, de manera rotunda cualquier discusión sobre si las flores son o no un precioso bien gastronómico. Me atengo a la aguda intuición del poeta.
Pero la cocina de vanguardia apenas si reivindica las hierbas, aunque las siga usando. Y cuando lo hace, se trata de un remate decorativo, de un añadido o, como Arguiñano, de un homenaje, cómplice con lo tradicional y popular. Y es que las hierbas son reacias a la deconstrucción porque son el terreno mismo, el territorio mismo, y no poseen valor añadido; poseen valor, pero no precio especulativo. Los especuladores lo saben muy bien, pero solo los tontos confunden valor y precio, como decía Antonio Machado. En sus Etimologías, san Isidoro de Sevilla cita hasta 133 hierbas aromáticas. Sin embargo, para el común de los mortales, en la intimidad, en el secreto de la cocina, esta lista utilitaria se reduce mucho más: ajo, albahaca, cilantro, eneldo, hinojo, laurel, menta, perejil, salvia, romero, tomillo, orégano… y poco más, o menos. Es casi imposible deshacerse de las hierbas, y esa misma cocina de vanguardia las mantiene, aunque sea de forma displicente. Las hierbas aromáticas de uso culinario han sido mantenidas a lo largo de los siglos porque no eran motivo de especulación, como lo eran las especias, que venían de lejos, y las clases privilegiadas las usaban en sus comidas de manera desaforada y extravagante (conviene añadir que, a partir del Renacimiento, el uso y abuso de las especias en la comida no solo desparece, sino que será considerado como «el colmo de la vulgaridad». Historia natural y moral de los alimentos, o. cit., t. 6. p. 151). Las clases populares, en cambio, usaban las hierbas autóctonas, del lugar, del territorio. «En efecto —sostiene Toussaint-Samat—, los antiguos tenían razón. La misión de las hierbas y las plantas aromáticas no es únicamente la de convertir en sublime una cocina modesta. Sus esencias aromáticas (alcaloides, como las denominan los químicos) y su alta proporción de sales minerales, y de vitaminas cuando son frescas, permiten digerir perfectamente un plato que se vuelve así más nutritivo, aunque sea frugal, y tan apetitoso que se nos hace la boca agua en cuanto llega a la mesa» (ibídem, p. 138).
El pan y la sal de la ilustre pobreza
Son, pues, las hierbas un símbolo a la vez del lujo y la escasez, de la ilustre pobreza podríamos decir, citando otro poema de Juan Gil-Albert, en el que realiza una alusión homenaje a Miguel de Cervantes y a su ejemplar Novela de la ilustre fregona. Gil-Albert incluye el poema «Ilustre pobreza» en su libro Homenajes e in promptus, que recoge textos escritos hasta 1964. En un prologuillo a la edición, Gil-Albert constata que en 1938, «estando en el monasterio catalán de San Benet, donde vivíamos, Manolo Altolaguirre sugirió que debía yo escribir unos poemas que fueran a modo de glosas de otros poetas. Apenas dos años después, en Méjico, Ramón Gaya comenzó a producir sus Homenajes a los pintores, homenajes muy subjetivos en todo caso y en los que el homenajeado no suele ser más de lo que la breve piedra sobre la que Jacob apoyó la cabeza para emanar su sueño» (citaré por Juan Gil-Albert: Poesía completa [ed., M.ª Paz Moreno], Valencia: Pre-Textos, 2004, p. 533).
El nuevo giro que algunos grandes galeristas han adoptado últimamente recuerda lejanamente esta práctica de los homenajes: por ejemplo, el coleccionista Saatchi, quien, en colaboración con el comisario Dimitri Ozerkov, montó una exposición en el Hermitage bajo el fracasado título de Newspeak: British Art Now. Cuando esto se publique, espero que los «putrefactos» de Hirst, sus tiburones en formol, sus mariposas sobre un bol de fruta, su Cock and Bull, dentro de un tanque de acero y vidrio instalado en un restaurante de Londres —y lo que eso significa: ramplón medio de especulación— estén lo suficientemente putrefactados para la opinión pública y tal vez fuera de mercado. No obstante, agotada esa vía comercial, la nueva operación especulativa de Saatchi parece orientarse hacia una aparente vuelta a casa, una vuelta a la revisión y diálogo con los clásicos: Walter Daniels deconstruye en sus mínimos cuadros pinturas de Rafael, Caravaggio, Cézanne, Morandi… (Fietta Jarque: «Falsas citas», El País Babelia [31-10-2009]. El subtítulo reza: «Jóvenes artistas británicos plantean un diálogo con el arte clásico…»).
César Simón, emparentado con Gil-Albert, pudo conocer de cerca su ambiente familiar y afirmar que, a partir de los años sesenta, «la situación económica familiar se deteriora progresivamente», lo que permite interpretar «La ilustre pobreza» como la respuesta moral a un ambiente de desarrollismo en «aquellos años que [en España] siguieron al plan de estabilización y en los que se barruntaba el despegue económico» (César Simón: «Juan Gil-Albert y la poesía como forma de vida», Anthropos, núms. 110/111, p. 101). En «La ilustre pobreza», con la afirmación por delante de que «La vida es ocio» y con la obra del poeta Lucrecio La naturaleza de las cosas en las manos, el poeta sale al encuentro del «silencio y la paz». El ambiente no deja de ser el que envuelve muchos de los poemas latinos del siglo I y a otros poetas elegíacos latinos. Pero la cita de Lucrecio conviene tomarla con alguna extensión para poder valorar el uso que Gil-Albert hace de ella en el poema. En su obra, Lucrecio, que está elaborando el tópico de las perniciosas consecuencias de la pasión amorosa, enumera las pérdidas que el amor ocasiona, sobre todo, porque los amantes «pasan la vida bajo la voluntad del otro»: «Se preparan festines con ricos manteles y exquisitas viandas, juegos, vino en abundancia, perfumes, coronas, guirnaldas; todo en vano, pues de la fuente misma del goce surge no sé qué de amargo que en medio de las flores produce congoja» (Lucrecio: De la naturaleza, lib. IV, vv. 1121-1140, t. II, trad. y ed. Eduardo Valentí, Madrid: CSIC, 2001).
En el poema de Gil-Albert, todo anuncia que se trata de un paseo por una naturaleza bucólica, casi arcádica. Cuando abre el libro de Lucrecio, se topa con los famosos versos «ne quiquam, quoniam medio de fonte leporum/ surgit amari aliquid, quod in ipsis floribus angat», que mientras pasea, logra traducir: «Brota de la fuente/ de los placeres, algo, un algo amargo,/ que hasta en las mismas flores nos aflige».
La cita de Lucrecio —seguidor convencido de Epicuro— pretende, sobre todo, preparar el estado moral para el anuncio y la confidencia que Gil-Albert destapa de inmediato. Como se sabe, los epicúreos defendían como meta primera y última el placer, pero con moderación; en realidad, defendían la ataraxia, estado de ánimo en el que, para obtener la felicidad, hay que tender «a la ausencia de pena, a la ausencia de temor y a la apatía o ausencia de pasiones»; es decir, a la paz y al sosiego del espíritu, a la imperturbabilidad (José Ferrater Mora: Diccionario de filosofía abreviado, Buenos Aires: Ed. Sudamericana, 1971, «ataraxia»). Los historiadores de la filosofía destacan que el epicureísmo es más útil como sabiduría práctica de la vida que como una filosofía teórica. Tal vez a esta filosofía, que es también una finalidad del espíritu, haya que añadirle el tópico de la aurea mediocritas. Horacio, otro convencido epicúreo, en momentos difíciles de su vida, pudo escribir aquellos versos (uso la traducción de la Oda X del Libro II realizada por Enrique Badosa: XXV Odas de Horacio, Pamplona: Pamiela, 1992):
Aquel que ha preferido áurea moderación,
se halla libre y a salvo
de miserables techos arruinados.
Pero en «La ilustre pobreza» los problemas no son de amor, aunque será necesaria la misma serenidad de espíritu y la misma catadura moral para sobrellevar las adversidades que le ponga la vida por delante. Tras la traducción de los versos de Lucrecio, el poema de Gil-Albert continúa:
Con esto basta. Vuelvo al medio día, […]
En la mesa unos frutos, pan, el agua,
un aceite dorado, una sal gruesa. […]
Mi madre dice: todo se ha gastado.
Nada quedó. ¿Qué haremos? Y una nube
como de luz me envuelve, una promesa
de rebasar lo sórdido del mundo,
de acometer lo mágico inaudito,
de mantenerme siendo un ser dispuesto
a defender impávido mi lujo.
Tras el paseo, al regresar a casa, lo que ve sobre la mesa, antes del contundente anuncio de la madre, es un perfecto bodegón, una naturaleza muerta: unos frutos, pan, agua, un aceite dorado, una sal gruesa. Ese parece ser el lujo de lo mínimo, al menos en un país mediterráneo. Este conjunto de cosas podría haber sido representado por cualquiera de nuestros pintores de bodegones del Siglo de Oro. No por Sánchez Cotán ni por Juan Fernández, el Labrador; pero tal vez sí por Juan van der Hamen o quizás por Zurbarán, en su conventual simplicidad. Una naturaleza muerta parecida también podríamos haberla encontrado en Pompeya, en algún fresco que las cenizas del Vesubio ocultaron durante siglos. Aun así, no se trata de una mesa aristocrática, sino elemental, llena de alimentos y condimentos fundamentales, incluida la sal, la sal del mundo.
Pero, ¿en qué consiste realmente el lujo para Gil-Albert? ¿Qué pretende el personaje del poema cuando declara que defenderá «impávido», es decir, sereno e imperturbable, su lujo? Aquí hay que recuperar la moral que sostiene el poema de Lucrecio: la búsqueda de la ataraxia y de la tranquilidad ante el desamor, ante la desgracia. El lujo de Gil-Albert, mejor, del personaje del poema, no consiste en la posesión de casas, objetos, ricos manteles, banquetes abundantes… No; todo eso es vano: el verdadero lujo se basará en estar preparado para cuando todo eso desaparezca, pues poder, abundancia y amor ya llevan, en su interior, el tóxico veneno de la desaparición, su fecha de caducidad, ese «algo amargo que hasta en las flores nos aflige». El lujo, por lo tanto, consistirá en darse cuenta de eso, en la sabiduría que implica saber vivir de forma serena todas las pérdidas y los abandonos. El lujo consistirá también en haber logrado que la sabiduría acumulada con la riqueza, la cultura y el estudio descienda de las brumas del pensamiento y se funda con la experiencia y con la vida del hombre común; que la ilustración alcance y dé sentido a la escasez, a la pobreza, al parvo vivere, al vivir con poco; que lo extraordinario se funda con lo cotidiano, lo original con lo común. El lujo, en definitiva, consistirá en saber vivir y darse cuenta.
Gastronomía de vanguardia y arte al servicio de la República
Las hierbas son la fragancia de la cocina. Por eso conviene insistir más sobre su perfume, que no es sino su trascendencia, aunque breve; algo tan etéreo y vaporoso que necesita convertirse en firmes briznas de historia. El monasterio de Sant Benet de Bages, cerca de Manresa, y ese genérico Món Sant Benet (Mundo San Benet) en el que Ferran Adrià posee plaza y mando también tienen que ver no sólo con la gastronomía de vanguardia y la alimentación, sino con las vanguardias históricas, con el arte de la imprenta y con un modo de entender la vida y el arte de la pintura. Y, además, con una forma distinta de Estado: la República. Y con un modo de ser ciudadano: elegir, por ejemplo, la solidaridad frente a la insularidad.
Las briznas de historia que recojo aquí no suelen ser narradas cuando se visita el monasterio de Sant Benet. En las guías que nos ilustran el paseo por sus espacios desnudos y ateridos —museizados, en esa jerga pretenciosa que nos invade—, no creo que haya desgana o desprecio por la información; tal vez solo falta de curiosidad, lo que parece incluso peor. Tiene alguna excusa el que los hechos que yo contaré aquí tal vez sean relativamente secretos o poco conocidos, pero no lo son su contexto ni su importancia: el final de la guerra civil española de 1936. Esto sin duda tiene mayor trascendencia e interés que los gaseosos apuntes de historia medieval que, discretamente cocinados, se sirven durante la visita al monasterio benedictino, aderezados, eso sí, con la tecnología de un cómic pétreo y vistosos hologramas de resonancias gregorianas. Las ignorancias son culpables o son de un provincianismo absoluto y obsoleto. Que sea absoluto puede ser perdonable porque sólo Google ignora la relación entre Manuel Altolaguirre, Juan Gil-Albert y Ramón Gaya con el monasterio de Sant Benet de Bages y el frente del Ebro en la guerra civil; y obsoleto, porque ya no se lleva, superada al parecer la era de la información, semejante falta de información; porque tanta noble institución y digna fundación como ha participado en la erección de este monumento de ciencia culinaria de vanguardia que es el Món Sant Benet no ha sido capaz de estudiar lo suficiente como para ofrecer al visitante, al turista, al escolar, un relato mejor que un burbujeante discurso sobre la Edad Media, sobre la austera vida de los monjes benedictinos y sobre el pintor Ramón Casas, que tuvo aquí su estudio y del que se muestran algunos espacios igualmente museizados. Intuyo que las briznas de historia anunciadas al principio podrían convertirse, con poco esfuerzo, en selváticas lianas de intereses económicos o políticos, enmarañadas en una tupida red de entes, fundaciones y cajas de ahorros (cajas-banco ahora), que se financian con el dinero de los que pagamos impuestos o de los ahorradores que hemos creído hasta hace poco en el fin social de las cajas de ahorro y por eso —¿por cuánto tiempo?— todavía mantenemos allí nuestro dinero.
En este mundo de Sant Benet coexisten varios espacios relacionados entre sí, cuya imbricación política y económica no toca analizar aquí y ahora, pero existir, existe. El conjunto de edificios que lo componen, abierto en el 2007, había sido recuperado y reconstruido por un consorcio formado entonces por la Generalitat de Cataluña, la Fundación CaixaCatalunya y la Fundación Caixa Manresa. Se incorporó en 2009 la Fundació Alícia, creada por la Fundación Caixa Manresa y la Generalitat (Instituto de Investigación y Tecnología Agroalimentarias) y capitaneada por el chef Ferran Adrià con el asesoramiento del eminente cardiólogo Valentí Fuster. Este mundo está formado por el monasterio de Sant Benet, el Hotel Món, con ochenta habitaciones y dos restaurantes en el mismo espacio (El Món y L’Angle, una estrella Michelin con Jordi Cruz); un espacio llamado La Fábrica, que incluye un tercer restaurante, La Fonda; diversos lugares para reuniones y una tienda a la que llaman, con abusiva redundancia, La Tienda. Posee, además, varios huertos, el de aprender y el de la cocina, un pomarium y, finalmente, los espacios de la Fundació Alícia, que propone, entre otras actividades para escolares, un menú variado compuesto por la visita al monasterio, clases de cocina y pintura al fresco, entre otras imaginativas delicatessen.
Asimismo, la Fundació Alícia ha puesto en marcha una actividad, como muchas de las suyas, muy creativa: el Bus Alícia, «un proyecto itinerante de [la Fundació] Alícia y la Obra Social de Catalunya Caixa que recorre Cataluña y España para informar, educar y hacer reflexionar sobre la importancia de una alimentación saludable». A su vez, con la Kraft Foods Foundation está desarrollando (2011-2014) el proyecto TAS (Tú y Alícia por la Salud) para «conocer los hábitos alimentarios y de actividad física de los adolescentes españoles entre catorce y quince años». Así, al menos, lo indica su página web institucional. La cocina de vanguardia se compromete, pues, con la educación alimentaria, con la cultura alimentaria. En un país en el que las necesidades culturales están más que cubiertas, a juzgar por los índices PISA, es fundamental que los escolares adolescentes mejoren sus hábitos alimentarios y, sobre todo, que «sean ellos mismos los que diseñen y elaboren estrategias para mejorarlos».
Este bus gastronómico de la Fundació Alícia me transporta, sin que pueda remediarlo y por elemental asociación, a un proyecto de la Segunda República: las Misiones Pedagógicas, en las que grupos de actores, poetas, pintores (entonces todavía se les podía llamar intelectuales) iban por los pueblos de España para hacer teatro, proyectar cine, recitar poesía o enseñar la pintura más valiosa del país y, además, explicársela a las personas que no habían tenido la ocasión de conocerla en los museos y que, a menudo, no sabían leer ni escribir. Tanto los grupos de teatro como los demás se desplazaban normalmente en camiones o en autobuses alquilados para la misión correspondiente. Dentro de ese proyecto estuvo, por ejemplo, García Lorca con su teatro La Barraca y muchas otras personas de nombres menos conocidos, pero no menos comprometidos (uno de los escritores actuales de prosa más vivaz, Javier Pérez Andújar, ha novelado el ambiente de estas «misiones» en su obra Todo lo que se llevó el diablo, Barcelona: Tusquets, 2010. Para remediar el vacío, uno siempre se puede consultar el tomo Las Misiones Pedagógicas, 1931-1936, Madrid: Residencia de Estudiantes, 2006). El pintor Ramón Gaya, en este contexto de las Misiones Pedagógicas y siempre, mantuvo el principio de que «el artista no viene a remediar nada, sino a salvar, a salvar la realidad, una realidad completa, es decir, injusta» (Ramón Gaya: El sentimiento de la pintura (diario de un pintor), Madrid: Arión, 1960, p. 89).
Como un departamento de estas misiones, se creó el Museo del Pueblo, en el que participó Ramón Gaya, que había conseguido plaza de copista para lo que se acabó llamando Museos Circulantes. Gaya empezó copiando en el Museo del Prado Los fusilamientos de la Moncloa, de don Francisco de Goya. Luego, seguiría con La maja desnuda, también de Goya, y La infanta Margarita, de Velázquez. Más tarde insistiría con La nevada, de Goya. En un resto de copias sin autor de ese mismo Museo del Pueblo, al cabo del tiempo, aparecieron las copias del Retrato ecuestre de Baltasar Carlos y de El bobo de Coria, obras ambas de Velázquez, a quien Ramón Gaya dedicaría constantes homenajes y frecuentes diálogos pictóricos a lo largo de su dilatada vida de pintor. Podríamos decir que aquí el oficio de copista, un oficio como tal prácticamente desaparecido —incluso entre los llamados artistas plásticos—, pero que requiere elevada habilidad técnica (techné), no estaba en esos años de la República al servicio de la creación artística, sino al servicio de la alfabetización y la divulgación de la obra de los grandes nombres de la pintura, lo que no impedía la propia obra de creación, que seguía sus propios cauces.

Para la Institución Libre de Enseñanza, desde su fundación y, por supuesto, en la Segunda República, era prioritaria la educación, la formación, a pesar incluso del hambre o de la escasez de aquellos años. Hoy, en cambio, como la educación debe estar perfectamente cubierta —por lo menos el analfabetismo funcional parece estar bajo control, cuando no directamente concertado y subvencionado—, podemos dedicar fondos a mejorar nuestros hábitos gastronómicos y seguir descargando cómodamente sobre la escuela la obligación de educar también sobre alimentación. Está ya muy generalizada esa indolente tendencia de lanzar a la escuela, como a una olla podrida, todos los ingredientes que no nos caben en casa ni en otros lugares de educación y sociabilidad para que se vayan macerando en un tótum revolútum sin sentido: alimentación, ciudadanía, economía y bolsa, religión, tráfico, drogas, sexo… Pero el Bus Alícia se pone en marcha para ayudar a la escuela, sobre todo, para apoyar al maestro como en la Segunda República, aunque, poniéndonos neoliberales, no deja de ser esta una forma de externalizar servicios o de privatizarlos, depende de la perspectiva que se adopte.
A esta iniciativa de recorrer los pueblos exhibiendo cuadros famosos y ambientándolos en el momento histórico en que fueron pintados se le puso el nombre de Museo Ambulante de las Misiones Pedagógicas, pero la idea de este verdadero Museo del Pueblo ya estaba en el proyecto que los fundadores de la Institución Libre de Enseñanza, Francisco Giner de los Ríos y Manuel Bartolomé Cossío, propusieron sin éxito, en 1882, al entonces ministro de Fomento don Práxedes Mateo Sagasta. No obstante, en mayo de 1931, tras la proclamación de la Segunda República, se fundó finalmente el Patronato de Misiones Pedagógicas, que eligió a Cossío presidente. La finalidad de este Patronato consistía en fomentar la cultura a través de bibliotecas, cine, coro y teatro, música y pintura, esta última a través precisamente del Museo del Pueblo, que entre 1932 y 1936, visitó «60 localidades de 16 provincias, y repartió 11.186 reproducciones fotográficas de las obras entre los asistentes y para decorar las escuelas, los ayuntamientos y los centros obreros» (Chus Tudelilla: «Tiempo de entusiasmo. De gira con el Museo del Pueblo por Aragón», Turia, núm. 95 [junio-octubre, 2010], p. 292).

Se podría establecer, sin apenas violencia intelectual, una aproximación entre la demostrada habilidad del Ramón Gaya como copista del Museo del Pueblo con el momento en el que, en 1987, Jacques Maximin, y luego Adrià, gritan su eureka como ante un hallazgo largamente esperado: crear es no copiar. ¡Evidente, querido Watson! Mientras la cocina se mantuvo —y mantiene— dentro de la copia y la repetición —incluso la recreación— de recetas conocidas, todos entendían que ser cocinero era un oficio y de ninguna manera arte, aunque exigiera, desde luego, una serie de habilidades, un arte, o sea, una techné. Esta cocina no era considerada creación porque se limitaba a repetir recetas ajenas o apropiadas, con pequeñas variaciones y adaptaciones, y su finalidad consistía en dar de comer al hambriento y al sibarita, como los dos extremos de una dilatada gama de posibilidades de disfrutar de la comida. Pero, ¿es verdad el aforismo de que «crear es no copiar»? Borges, en sus Ficciones, pudo imaginar un «Pierre Menard, autor del Quijote» que compone un Quijote textualmente idéntico al de Cervantes, pero que, en cambio, permite una lectura completamente distinta. Por ejemplo, dice Borges, «el estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor [Cervantes], que maneja con desenfado el español corriente de su época» (Jorge Luis Borges: Obras completas, t. I, Barcelona: rba/Instituto Cervantes, 2005, p. 449. Este texto de Borges debería ser de obligada lectura en las escuelas de gastronomía cuando se discute el axioma: «crear es no copiar»). En su reciente y brillante Imitació de l’home («Imitación del hombre»), en un catalán magistral y con una agudeza e independencia críticas fuera de lo común, Ferran Toutain desarrolla un principio declarado por Witold Gombrowicz en sus Diarios: ser hombre significa imitar al hombre (Ferran Toutain: Imitació de l’home, Barcelona: La Magrana, 2012. Es uno de los libros de ensayo más inteligentes y oportunos que se han publicado en estos últimos años, más dados).
La imitación, según Toutain, no sólo está en la vida, sino que incluso es «el gran tema de la literatura» (ibídem, p. 13). Para lo mejor y para lo peor, el hombre vive en la permanente contradicción de «no poderse singularizar más que imitando a los demás» (ibídem, p. 145). De esta contradicción, Toutain solo ve tres posibles salidas: el arte, la literatura y el humor, aunque, con total escepticismo, ya acepta de entrada que «todos hemos venido a este mundo para hacer el ridículo». En «Idees públiques» identifica al esnob con alguien que no deja de ser un imitador, aunque podría parecer que no lo es simplemente porque restringe su demanda y el uso de opiniones, actitudes y objetos «a una oferta más selecta que el resto de los mortales» (ibídem, p. 146), y eso le otorga la facultad de parecer original. El espacio natural, el hábitat propio del esnob, sigue Toutain, es el lujo material y el arte de vanguardia. Con una ironía de las más sutiles, Toutain acepta que «se necesita mucha inventiva para continuar siendo un esnob clásico en la sociedad del esnobismo institucionalizado» (ibídem, p. 146). Este esnobismo ha vivido durante los noventa del siglo XX —y creo que se puede afirmar que sigue vigente hoy mismo— su máximo esplendor en la llamada cocina de diseño, como la llama Toutain, o cocina de vanguardia, como también se conoce. Toutain sabe que criticar este tipo de cosas es tan arriesgado como discutir de política, sobre todo en un país de pensamiento único, en el que, por tanto, todos adoptan la imitación del modelo dominante; pero él afronta el riesgo, y en eso se parece a muy pocos, y por eso su caso y su obra son también excepcionales. Al principio, esta cocina de vanguardia podía parecer una excentricidad propia de nuevos ricos, de recién llegados a la clase media, pero con el tiempo ha logrado convertirse en un fenómeno más divulgado, más socializado. Sin embargo, esta explosión de la cocina de diseño asequible —ejemplo inmejorable de la vulgarización del esnobismo— no ha hecho más que aguijonear las ansias de gloria de la alta cocina de diseño. El paso siguiente era conseguir que se le concediera sin reservas la plena condición de actividad artística (Ferran Toutain: Imitació de l’home, o. cit., p. 148).
Al comparar la ostentosa imitación de Adrià de las pretensiones, vicios e incluso el argot del artista contemporáneo, recurre Toutain a la autorizada Historia del esnobismo, del profesor de derecho político e historiador de las ideas Frédéric Rouvillois, para insistir en que «de la misma manera que este último [el artista contemporáneo] se burla del concepto de bello, Ferran Adrià se desentiende moderadamente del concepto de bueno, que subordina al de interesante, original, y puntualmente al de revolucionario y chocante» (ibídem, p. 149).
Sin embargo, ¿es lo mismo imitación que copia? De ninguna manera. La copia implica el sometimiento sin reflexión a otra persona o la repetición mecánica de una cosa, objeto, plato o receta. La imitación, en cambio, comporta el seguimiento en las maneras, en las formas, en las ideas, pero puede implicar alguna reflexión en la elaboración del gusto, aunque no es imprescindible. En esto consistiría el esnobismo clásico, mientras que el esnobismo contemporáneo acepta de manera mostrenca el pensamiento dominante.
Pero si, al cabo, el hombre está condenado a imitar al hombre y, además, es muy probable que todos en la vida acabemos haciendo el ridículo, lo más conveniente será, sin duda, elegir muy bien los modelos humanos a los que imitar u optar por seguir los caminos del arte, el humor y la literatura como medios con los que poder romper esa contradicción entre ser un individuo capaz de pensar por sí mismo —y en el colmo de las gollerías, original— y ser un montón de hombre o mujer como muchos de nuestros contemporáneos. Ramón Gaya (1910-2005) nunca fue un hombre que huyera de la vida: sus noventa y cinco años de vida estuvieron consagrados casi por entero a la misión de pintar, pero algunas veces su vida parecía huir de la biografía; quiero decir, que nos resulta hoy casi imposible reconstruir algunos de sus pasos, de los espacios en los que vivió y de algunas circunstancias por las que pasó. «El poeta tiene vida, no suele tener anécdota, novela», decía Gil-Albert (Poesía completa, o. cit., p. 533). Uno de esos momentos difíciles de reconstruir está relacionado con Sant Benet, al final de la guerra civil española, en el frente del Ebro, mientras las tropas republicanas resistían y enseguida se iban a retirar y estaba Barcelona a punto de caer en manos fascistas (24-1-1939) y finalmente había que pasar la frontera para acabar en uno de aquellos ignominiosos campos de concentración del sur de Francia que les esperaban a los republicanos españoles. Se conocen bien los grandes trazos de su biografía, pero hay en ella huidizas zonas de silencio y sombra, que necesitan una pequeña reconstrucción histórica.

Pero, ¿qué relación tiene todo esto con la vanguardia? ¿Y con la gastronomía de vanguardia? Ramón Gaya fue un pintor muy precoz: todavía adolescente tomó la decisión de abandonar los estudios y dedicarse a la pintura. Su padre, maquinista litógrafo y culto anarquista, se lo permitió, y pasó a dibujar con Luis Garay y Pedro Flores —que le llevaban diecisiete y trece años de diferencia— en una habitación estudio que el padre de Gaya habilitó en su propio taller de litografía. Por entonces, en Murcia, habían recalado algunos pintores ingleses (Wyndham Tryon, Darsie Japp y Christopher Hall) que pusieron al joven al corriente de las vanguardias europeas: Cézanne, Van Gogh, Braque, Picasso… Lógicamente, sus primeras obras estarán influidas por esas vanguardias. El bodegón de la mandolina (1927) es un ejemplo claro.
En 1928 le conceden una beca, de la que extraerá una rentable plusvalía: viaja a Madrid, entabla amistad con Juan Ramón Jiménez, visita por primera vez El Prado y, en una segunda fase, viaja a París en compañía de Luis Garay y Pedro Flores. Allí acude a los museos y a las galerías, descubre las vanguardias e incluso expone con sus compañeros, en junio, en la galería Aux Quatre Chemins. Picasso acude a la exposición. Juan Gris está en París. Corpus Barga es allí corresponsal de El Sol. Pero la vista en vivo y en directo de las obras de vanguardia que contempla en París le produce una enorme decepción. Los cuadros de Modigliani le parecen «casi figurines, finos, elegantes, manieríticos». Solo Picasso queda parcialmente a salvo de esa decepción, pero por su «genialidad; no una genialidad artística, estética, sino viva» («Ramón Gaya: la creación como un medio». Entrevistado por Tomás March, Santiago Muñoz y Luis Massoni, Letras, año ii, núms. 7-9 [Valencia, 1981]). Es, por tanto, uno de los primeros y pocos que intuyen o ven que ese camino emprendido por las vanguardias no lleva a ninguna parte, tal vez al cartelismo, una disciplina o un arte subsidiario de la publicidad; al menos, no lleva al sitio, al centro al que él quiere que llegue su pintura. No ha cumplido todavía los dieciocho, y decide regresar a Murcia pasando de nuevo por Madrid, donde vuelve a visitar el Museo del Prado. Allí descubre a Velázquez y con él, la pintura; mejor, entiende y decide un modo de pintar y, sobre todo, un modo de vivir siendo pintor. A su vuelta de París, reparte su tiempo entre Barcelona y Madrid, donde se instala a partir de 1932 y entra en las Misiones como copista del Museo Ambulante y misionero hasta que, en 1936, tras el bombardeo de Madrid, en el que pierde la casa y las pinturas realizadas hasta ese momento, sale, como muchos otros, hacia Valencia, donde ingresa en la Alianza de Escritores Antifascistas.
Precisamente durante su estancia en Sant Benet, en 1939, Ramón Gaya dibujó un pequeño y luminoso gouache sobre papel, pintado desde la perspectiva interior de una de las antiguas celdas de los monjes que dan a la terraza superior y que hoy está colgado en el Museo Ramón Gaya, de Murcia.
Por las memorias de Concha Méndez, esposa de Manuel Altolaguirre, sabemos que un grupo de escritores estuvo alojado en las estancias que había ocupado la familia del pintor Casas:
El gobierno de Cataluña nos presta el Monasterio de San Benet, que había sido construido en el siglo XII. Entonces era propiedad, en una de sus partes, del Marqués de Rocamora; la tenía decorada con mucho lujo, cuadros de familia, muebles antiguos y otras cosas que le daban una atmósfera poco confortable. La otra parte, que fue la que elegimos, pertenecía al pintor catalán Casas. Era iluminada y tranquila. Estábamos en el campo a las orillas de un río (Concha Méndez. Memorias habladas, memorias armadas, o. cit., p. 103).
Pero vayamos a lo sucedido en el espacio del monasterio benedictino, cuyo patrón bendice y santifica el resto de actividades y cuya sombra, unida al manto de la Generalitat y de la Caixa Manresa, hoy refundida en Catalunya Caixa, protege este bendito mundo. Cuando Ramón Casas descubrió el conjunto (hay varios paralelismos entre Gaya y Casas. Los dos abandonan los estudios a los diez años; los dos se dedican al cartelismo o, mejor, a la ilustración. Los dos, en distintos momentos, visitan París y regresan a su país para continuar su carrera. Casas muere en su patria y Gaya también, pero después de un prolongado exilio), realizó el esbozo de Sant Benet que publicó en L’Avenç el 9 de octubre de 1881. Convenció a su madre, Elisa Carbó, que regentaba una fábrica próxima, para que adquiriera el monasterio. En 1907 se compró y en 1910 el pintor encargó la reconstrucción al arquitecto modernista Josep Puig i Cadafalch con la idea de convertirlo en residencia de verano de la familia. Allí pasaron los Casas muchos veranos, y allí el pintor invitó muchas veces a otros colegas, marchantes y amigos: Rusiñol, Deering, Utrillo, Clarasó, Nonell…
Pero, ¿qué ocurrió entre la muerte de Casas en 1932 y el año 2000 en que lo compra la Caixa Manresa? Y antes, ¿qué ocurrió entre la proclamación de la Segunda República (14 de abril de 1931) y el final de la guerra civil (1 de abril de 1939)? ¿Qué papel jugó el monasterio de Sant Benet en ese trágico final de la guerra civil española? La primera pregunta está contestada en algunas historias sobre el monasterio, pero las siguientes merecen alguna precisión, que solo se ha logrado de forma dispersa aunque suficiente: son datos difíciles de reunir y de organizar.
El editor, impresor y poeta Manuel Altolaguirre parece ser el aglutinante de un grupo de escritores y poetas que había empezado a imprimir en Valencia la revista Hora de España, órgano de expresión de la Segunda República (Julio Neira: Manuel Altolaguirre, impresor y editor, Madrid: Residencia de Estudiantes, 2008. La idea de la revista fue de Rafael Dieste. Hay que leer las memorias de todos ellos para hacerse una idea del momento y del protagonismo de cada uno de ellos en estas empresas). Ramón Gaya fue, de enero de 1937 a noviembre de 1938, a lo largo de sus 23 números, el único viñetista; oficio y arte en el que destacó durante toda su vida. El núcleo más activo de la revista lo formaba un grupo de jóvenes que copaban la redacción de la revista. Cuando, en octubre de 1937, el Gobierno de la República se trasladó a Barcelona, la redacción de la revista lo siguió y para enero de 1938 ya editaban en Barcelona el número 13. El último número se quedó en la imprenta y fue incautado por las fuerzas de ocupación. Cuando se hizo de la revista una edición facsimilar, Camilo José Cela, que poseía un ejemplar, lo facilitó para que se pudieran editar todos los números de Hora de España.
En Barcelona siguieron juntos con Manuel Altolaguirre, que era quien se ocupaba de controlar la edición, María Zambrano, Juan Gil-Albert, Antonio Sánchez-Barbudo, Arturo Serrano Plaja, Rafael Dieste, con sus respectivas familias, y otros amigos y adheridos al proyecto de revista y amistad como Emilio Prados, Darío Carmona y Bernabé Fernández-Canivell.
En julio de 1938, Manuel Altolaguirre es movilizado con el XI Cuerpo de Ejército del Este y destinado a la vanguardia del frente de Aragón. Aunque es un tópico muy conocido, las vanguardias artísticas adoptaron ese nombre precisamente en el caldo de cultivo de la primera guerra mundial porque el término vanguardia recogía el sentimiento bélico de los primeros movimientos artísticos, que combatían los prejuicios estéticos recibidos y se consideraban la avanzadilla, el frente de una virulenta guerra contra una estética caduca, contra la Academia y contra el Romanticismo. Esas vanguardias resistieron en su lucha no más allá de 1939, año en que finaliza la guerra civil española y comienza la segunda guerra mundial. Sin embargo, las vanguardias se habían ido gestando en pequeñas galerías de París hasta su explosión en el Salón de 1863. El rechazo de unas 3 000 obras que se habían presentado al Salón oficial hizo que Napoléon III ordenara abrir un espacio paralelo que recogiera las obras no admitidas. Se había logrado así institucionalizar ese rechazo y abrir, a partir de entonces, nutridas exposiciones con las obras de quienes no lograban o no querían entrar en los salones oficiales porque éstos seguían representando el gusto convencional y mayoritario. Allí y entonces afilaba sus cuchillos y envenenaba sus pinceles, por ejemplo, Manet, que colgó en el Salón de los Rechazados de 1863 su Déjeuner sur l’herbe. ¿Qué mentalidad y qué manera de pintar ataca Manet con esta obra? ¿O con su Olimpia, también de ese mismo año? Por su parte, ¿qué mentalidad representa la cocina de vanguardia? ¿A quién sirve? ¿A quién o qué ataca? ¿En la vanguardia de qué guerra estética o comercial está?
Con esta mínima incursión en la historia de la pintura, adjetivar la cocina o la gastronomía con el calificativo de vanguardista no parece en absoluto oportuno, sino más bien y solo oportunista. La cocina de vanguardia no surge en un cambio de siglo ni mucho menos en un ambiente prebélico; ni siquiera aparece para combatir y sustituir un gusto caduco ni una alimentación convencional ni un modo de ver y plasmar la realidad gastronómica. Las vanguardias pictóricas surgen para crear una nueva realidad dentro del cuadro. En cambio, la llamada cocina de vanguardia surge en plena Burbuja General, expresión que debe considerarse un eufemismo muy literario, y de la que hemos llegado a saber que, una vez ha reventado, nos ha permitido conocer, con amargura, que se trataba de un descarado mangoneo, pura y libre especulación financiera, neoliberalismo sin freno, sinvergüenza o comisionista, que ha llevado a toda Europa al lugar en el que estamos —en particular, a los países del sur, con nombres y apellidos de sus responsables— y a la economía de Estados Unidos al borde del abismo financiero, con el beato Obama al frente, cada día más parecido a fray Martín de Porres.
En un artículo reciente, Ferran Adrià vuelve a hablar de gastronomía de vanguardia. El término vanguardia puede estar bien empleado cuando se habla de que determinada práctica de la cocina está a «la vanguardia de la gastronomía», o sea, en ese frente adelantado y riesgoso de la creación gastronómica o de la evolución puntera de la cocina. «La cocina contemporánea catalana —dice Adrià, aquí sí, con precisión terminológica— es ahora un referente en todo el mundo y ha marcado durante los últimos quince años la vanguardia gastronómica». Pero, en cambio, más adelante, añade: «Por otro lado, hay una élite a la que podríamos considerar, más que contemporánea, de vanguardia». Y sigue: «A pesar de que es una cocina profundamente vanguardista, siempre se detecta el ADN catalán». Y es aquí donde el término queda connotado de manera distinta. Hablar de «cocina profundamente vanguardista» implica una referencia a las vanguardias artísticas de entreguerras que provoca que la expresión quede completamente desajustada, tanto en el tiempo como en su significado y en sus fines.
En el 2012 la Fundació Juan March colocó el título de La vanguardia aplicada a una exposición que recogía el abundante cartelismo y las ingeniosas colaboraciones que distintos movimientos de la vanguardia histórica realizaron para la imprenta. Ese título es muy exacto y puede aplicarse muy bien a lo que ha podido llevar a cabo la cocina y la gastronomía en los últimos tiempos: la vanguardia aplicada a la cocina. Con este lema pueden ser rescatadas perfectamente bien muchas aportaciones de creatividad y su deseo de renovación del lenguaje de la cocina tradicional, aplicadas a la cocina y al oficio de cocinero, que necesita, por supuesto, su arte, es decir, su techné. Sin dejar las vanguardias, recuperemos de nuevo a Manuel Altolaguirre, un poeta que pertenece de lleno a la generación del 27, la misma que incorpora a su producción literaria la lección de las vanguardias históricas y realiza una síntesis con la propia tradición literaria. De nuevo Lorca puede ser el caso más representativo para el curioso lector, solo con citar su Romancero gitano y su Poeta en Nueva York; el primero, un libro de tema y métrica tradicional; y el segundo, ya plenamente vanguardista (Sergi Arola, para que los lectores legos en gastronomía pudiéramos entender el significado y el valor de su cocina, aclaró: «Mi generación es comparable a la del 27» [Revista semanal de La Gaceta, Época, 10-1-2010]). Pero Altolaguirre no fue solo un poeta destacado de esa generación, sino un editor e impresor en la vanguardia de la tipografía y en la tipografía de vanguardia. Desde la imprenta Sur y la revista Litoral, en compañía de Emilio Prados, editó los primeros libros de la que será universalmente conocida como generación del 27. Además, logró que la tipografía aplicara algunos de los hallazgos plásticos de las vanguardias sin perder el pie ni el referente del oficio de impresor. A juicio de Miguel Gómez Peña, diseñador actual de la revista que mantiene la cabecera Litoral, incluso «los índices, compuestos con las mismas variaciones tipográficas de los textos, de una exquisita belleza y difícil armonía, son un canto a la tipografía» (Manuel Altolaguirre, impresor y editor, o. cit., p.84). Todos coinciden en afirmar, entonces y ahora, que «la belleza tipográfica sería siempre la marca distintiva de las publicaciones de Sur» (ibídem, p. 94) Juan Guerrero, en carta a Juan Ramón Jiménez, le comentaba refiriéndose a Litoral: «Parece que va a ser una revista bastante agradable, que aspira a tener la perfección tipográfica que usted ha enseñado a todos a buscar» (ibídem, p. 84). Lo cierto es que las ediciones de la imprenta Sur y la revista Litoral no se parecían a las de ninguna otra empresa editorial y su tipografía rompía con lo que era habitual por entonces, lo que no podía deberse a otra cosa que a la libertad creadora y al gusto estético propio de Prados y Altolaguirre, claramente influidos por las vanguardias.

Con Altolaguirre, en el otoño de 1938, son movilizados Juan Gil-Albert, Darío Carmona y Bernabé Fernández Canivell, que aparecen en una fotografía en el monasterio de Santa Maria de Gualter, en la población de Baronía de Rialp (La Noguera), a unos dos kilómetros de Ponts.

El Estado Mayor encarga a estos escritores la edición del boletín diario del XI Cuerpo del Ejército, y además una hoja literaria semanal que ellos titulan, en recuerdo de Federico García Lorca, Granada de las letras y las armas. Entre julio del 38 y finales de enero del 39, el trabajo de este grupo movilizado al servicio de la causa republicana se reparte en tres lugares: Santa María de Gualter, Sant Benet de Bages y el monasterio de Montserrat. En Sant Benet el grupo debió de estar unos tres meses, entre septiembre y noviembre del 38, mes en que vemos a Altolaguirre ya instalado en Montserrat porque el monasterio posee una buena imprenta. Aquí edita Los lunes de El Combatiente y libros de poesía como España en el corazón, de Neruda, España aparta de mí este cáliz, de César Vallejo y, al parecer, el Cancionero menor de Emilio Prados.
En Sant Benet, por tanto, estuvieron juntos, al menos, Altolaguirre, Gil-Albert y Gaya (es de suponer que Darío Carmona y Bernabé Fernández Canivell le siguieran en Sant Benet y Montserrat hasta el final, momento en el que los caminos de éstos les separan del grupo). Al primero, apenas curado de un principio de tuberculosis, lo visitaron su hija Paloma y su esposa Concha Méndez, quien corrobora que allí estaba también Gaya con su familia, es decir, con su hija Alicia y su esposa, Fe Sanz, que morirá en el bombardeo de Figueres (Concha Méndez. Memorias habladas, memorias armadas, o. cit., p. 105. Figueras fue bombardeada hasta 6 veces entre el 26 de enero y el 7 de febrero de 1939. El 28 de enero se permitió la entrada de refugiados en Francia), Gaya aporta como testimonio de la reunión su gouache de 1939 y Gil-Albert recuerda también su estancia en Sant Benet, donde leyó a Maragall (Juan Gil-Albert: «Palabras vespertinas» en Memorabilia, Barcelona: Tusquets, 1975, p. 281 y prologuillo a Homenajes e In promptus en Poesía completa citada) y la salida del XI Cuerpo del Ejército de la República cruzando la frontera para ir a parar al campo de concentración de Saint-Cyprien. Por Rafael León hemos llegado a saber algunos datos complementarios: Bernabé [Fernández-Canivell] se incorpora al XI Cuerpo de Ejército del Este y, junto a Gil-Albert y Altolaguirre, se le destina en el frente a la edición del boletín de aquella Unidad. Se ha montado una pequeña imprenta en el monasterio románico semiderruido de Gualter. Posteriormente la imprenta se traslada, siempre en primera línea de fuego, al que había sido monasterio de San Benet. Allí se les incorporará el pintor Ramón Gaya. Y Concha Méndez, que llega al frente con su hija Paloma, de solo dos años (Rafael León: «El impresor del Paraíso: Bernabé Fernández-Canivell», Sur, Málaga, 23 de mayo de 1987. Citado así por María José Jiménez Tomé: «El impresor Manuel Altolaguirre durante la guerra civil española» en Viaje a las islas invitadas. Manuel Altolaguirre (1905-1959), Madrid: Residencia de Estudiantes, 2005, p. 486).

Tras la salida del campo de concentración, reclamados por la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura, se fotografían juntos Sánchez-Barbudo y su esposa, Ángela Selke —que lleva en brazos a su hija Virginia—, Rafael Dieste, Arturo Serrano Plaja y Juan Gil-Albert. Prácticamente forman la redacción de la revista Hora de España. Faltan los Altolaguirre, con los que se reúnen en París. Y falta Gaya, que con anterioridad había sido reclamado del mismo campo de concentración por Cristopher Hall, pero al que volverán a encontrar, camino del exilio, en el buque Sinaia, que les depositará a todos en el puerto de Veracruz el 13 de junio de 1939.
En aquellos momentos finales de la guerra civil española, el monasterio de Sant Benet de Bages acogió a un grupo de intelectuales que, movilizados con el XI Cuerpo del Ejército, en la vanguardia del frente del Este y comprometidos con la Segunda República, puso sus armas y sus letras al servicio de la causa de un gobierno legítimo que la sublevación del general Franco combatiría hasta vencerla y arrojar a los hombres y mujeres que la habían defendido al campo de concentración y al exilio. Todos ellos, sin duda, habrían rechazado el adjetivo de vanguardista o el calificativo de artistas, porque, aunque fueron puntualmente soldados, ya eran escritores, impresores, pintores.
Javier Pérez Escohotado, ensayista, poeta y crítico, es doctor en filología hispánica por la Universidad de Barcelona y profesor del Máster de Traducción Literaria del IDEC/Pompeu Fabra. Sus investigaciones se orientan hacia la gastronomía, la Inquisición y la vida cotidiana. Autor de los poemarios Laura llueve (2000) y Papel japón (2002), ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Sexo e Inquisición en España (1998), Antonio de Medrano, alumbrado epicúreo. Proceso inquisitorial, Toledo 1530 (2003), Donjuanes, bígamos y libertinos. El filo de la Historia (2005), Crítica de la razón gastronómica(2007) y El mono gastronómico: ensayos de arte y gastronomía (2014). Asimismo, ha colaborado en Poemas memorables: antología consultada y comentada 1939-1999 (1999); ha editado y prologado Jaime Gil de Biedma. Conversaciones (2002) e Inventario de disidencias, suma de calamidades(2010). Ha publicado artículos de opinión y crítica en diversos diarios y revistas.
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