Poéticas

Alrededor de la lírica

Diez reflexiones de Antonio Gracia sobre la poesía y la creación poética. La originalidad, dice por ejemplo, «no consiste en ser distinto, sino en conseguir un rasgo distintivo».

/ por Antonio Gracia /

Definiendo la poesía

La poesía es una filosofía liberada del silogismo; una intuición silogística sin premisas nacida de la introspección.

Si trazamos una bisectriz a lo largo de la historia de la poesía, veremos que, fundamentalmente, es la misma que la historia del hombre: un corazón puesto a pensar sobre sí mismo, sus sentimientos canalizados por el pensamiento, de donde se deduce que un poema pretende ser tanto un autorretrato metafísico como un retrato del hombre universal.

Entiendo la poesía como la confidencia inexcusable de un corazón que busca luz y ha de nombrar —por conjurarlas— las tinieblas, pues sabe el hombre que sucumbirá con él aquello que ama y quisiera salvar. Con ello aparece el tema inevitable: la muerte como único ser que habita la existencia. Y frente a la muerte, el arte —la vigencia de un cuadro, de una música, un libro— es la única forma de eternidad que existe. De ahí que la literatura solo importe cuando se constituye en la formulación de una verdad humana. Por lo mismo, los poemas que quedan son aquellos en los que nos vamos reconociendo como hombres, no solo como poetas, puesto que el arte solo se justifica cuando crea, enriquece o perfecciona paradigmas.

Hoy leemos la Vita Nuova, contemplamos a Madonna Elisa, escuchamos el Claro de luna y de repente, se produce el milagro: renacen junto a nosotros Dante, Leonardo y Beethoven y somos ellos por un momento; se nos agolpa misteriosamente su magia y la mitología de un breve paraíso. Ese es el poder del arte lírico: la transfiguración de nuestra realidad cotidiana en otra con la que soñamos y que nos enjoya la existencia. Porque Dante viene acompañado de la revolución poética y filosófica del Renacimiento, y son Petrarca, Garcilaso, el Siglo de Oro, Lope, Góngora, Quevedo, cquer, Juan Ramón Jiménez… quienes se instalan en nuestra mente para seguir viajando hacia el futuro. Lo mismo nos ocurre con la súbita resurrección de Leonardo y Beethoven: se sientan junto a nosotros y nos traen todo su tiempo, y el tiempo que los hizo posibles, y el tiempo que ellos ayudaron a crear: esos mundos llamados Wagner o Mahler, Rubens o Velázquez… ¿No es, por tanto, el arte el mayor Dios y la mejor panacea? ¿Qué otra constelación de qué universo dignifica más al hombre? ¿Es el océano como el mar de Debussy o Rimski? ¿Son las montañas tan plenas como la catedral de Rouen? ¿Algún viajero hay mejor que Ulises? ¿Está la vida tan viva como en La montaña mágica, de Mann? ¿Cuál es la realidad: la que vemos con nuestros ojos o a través de los del creador de cuadros, música, poemas?

Eso es poesía lírica.

Utilidad de la poesía

Oímos un alegato contra la guerra; ¿y no nos conciencian más el War Requiem, el Guernica o Senderos de gloria (Britten, Picasso, Kubrick) que cualquier invectiva contra los misiles?

Hay muchas obras del hombre que nos dicen que luchar por la utopía es mejor que no soñarla, sobre todo cuando algunos de esos sueños se constituyen en el auténtico referente de la condición humana, tanto individual como social.

¿Acaso existe algún cielo más divino que la Capilla Sixtina? ¿Algún soñador más ejemplar que Don Quijote? ¿Algún himno a la esperanza mayor que el de la Novena Sinfonía? ¿Enamorados más fascinantes que Romeo y Julieta? ¿Un éxtasis más alto que el de Yepes? Y así, innumerablemente… Y no se trata de acudir al arte para huir de la prosa cotidiana, sino de luchar para que irrumpa la lírica interior; el corazón que ansía mejorar el mundo.

Eso es lo que hay que mostrar —empezando en las aulas—: que el hombre lleva dentro un firmamento con más fulgor que cualquier otra galaxia, que la pulsión creativa del ser humano es tan fuerte e inevitable como la hipnosis del fútbol o los juegos de ordenador. Escuchemos, por ejemplo, el adagio de la Segunda de Schumann. Sintamos el sosiego perturbador que lo invade. Y contéstémonos.

Por qué se escribe

Intentar lo imposible es de tontos, pero puedo especular. Los escritores se dedican a intentar tener éxito; los autores a encontrar o crear su verdadera identidad. Los escritores a ejercer su profesión, que es llenarse los bolsillos y el ego social; los autores a comprender su propio yo y entender el mundo. Igual ocurre en todas las artes. El artista no puede evitar serlo; el artesano pretende convertirse en artista.

Lícito es enriquecerse con dinero o con aplausos; pero más digno es intentar ensanchar el mundo, dotarlo de más claridad, averiguar los entresijos del hombre, contestar al porqué de su existencia, su vida, su muerte, sus tristezas y alegrías. ¿No es más enriquecedor enriquecer a la humanidad donándole obras en las que se reflejan sus sentimientos pensados, sus pensamientos sentidos? Muchos llenan sus sótanos y bóvedas de riquezas superficiales, y otros pocos componen rostros para el hombre interior. ¿Quién es, finalmente, más rico: aquel que atesora millones de euros o el que acumula a lo largo de los siglos millones de espectadores, lectores, oyentes, porque estos se identifican y ennoblecen con sus obras?

El autor, el artista, no puede evitar la pulsión creadora; y si la evitase, la sentiría como un suicidio; el escritor, el artesano, no implica su vida en su tarea.

¿Nace o se hace?

El artista nace y se hace porque rehace aquello para lo cual vive y es su vida. Hay que sentir lo que se piensa y pensar idóneamente lo que se escribe.

El arte no se improvisa, sino que es consecuencia de unas cualidades naturales y otras adquiridas: las de quienes nacen con una determinada sensibilidad y la educan mediante el estudio, el esfuerzo y la tenacidad. La inteligencia no es artística, ni la erudición. Se precisa la simbiosis de sabia sensibilidad y estrategia constructora para la fértil obra.

En un texto artístico confluyen el ADN fisiológico y el ADN adquirido mediante el aprendizaje. Y la mejor manera de adquirir este es conocer el devenir de la historia humana y artística, porque nada dice al hombre un arte deshumanizado, aunque se lo diga al artista. Esa es la estrategia: domeñar la propia inteligencia y engrandecerla con la de quienes ya la domeñaron. Basta con mirar las obras imprescindibles en la historia y sacar factor común de por qué lo son. Cosa es el arte del hombre reflexivo aunado al hombre sentidor. Un poema lo engendra el hombre sensitivo, lo diseña el hombre reflexivo y lo finiquitan la razón sintiente y el corazón pensante: intervienen en él el animal homínido, el homo habilis y el homo sapiens. Y este sabe que no hay mejor narración o exposición lírica que la que cuenta o sugiere una historia sin interferencias; aquella que avanza inexorablemente hacia su fin mientras deja en cada página o verso la necesidad de volver a ellos. Eso es lo que ocurre con Poe o Borges, con Shakespeare o Petrarca, con Garcilaso o Quevedo. Y eso es lo que no ocurre con los experimentalismos que no son concebidos como un medio, sino un fin: prospecciones, retrospecciones, irracionalismos, invencionismos…: todo aquello que no se integra en la tradición, que es un camino que anda y asimila los pasos de los nuevos caminantes.

Los últimos poetas

Naturalmente, yo no he leído cuanto se publica: al contrario, tras el ojeamiento emigro hacia otras tierras. Los últimos cincuenta años culturales han sido un vendaval que se ha llevado muchas buenas cosas y ha traído otras bastantemente peores. Ejemplos ejemplares para huir sin ser cobarde: «Me gustas cuando dices tonterías», empieza un poema amoroso de L. A. de Cuenca. «Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa», dice (con un alejandrino geminante por sietemesino) otro poemastro —que podría titularse retrato del estado de bienestar—, de L. A. de Villena. He ahí dos expresiones definitorias con las que se identifica el mundo efímeramente culto: «tonterías» y «lo que no importa». Pura y sublime metafísica. De otros (por ejemplo, el energúmeno de la estética mierdista L. M. Panero), que han puesto de moda la bisutería, y aun la basura, crece el tsunami de la disentería. En los grandes almacenes expendedores de lectura, donde había autores clásicos hay ahora autorzuelos que dicen no leer para no influenciarse y ser originales. ¡Ya quisieran ser, al menos, intrusos plagiadores! Y escriben su cotidianidad. ¿Qué puede esperarse de un país en el que la educación es un sobresaliente en incultura? También es probable que yo carezca de sensibilidad para aceptar la impostura.

Larry Nickel componiendo

El Arte

Todas las artes brotan de la misma compulsión creativa, aunque luego se moldee con palabras, colores o notas. Cuando Lázaro de Tormes se echa al mundo con ánimo de triunfar, sigue el consejo de «arrímate a los buenos»; pero no distingue, en su ignorancia, si los buenos lo son o lo parecen, y al suplantar el ser por el estar se deshonra en vez de honrarse.

Hoy, en el mundo del arte, principalmente plástico, todo el mundo continúa arrimándose a los buenos, aunque no se sepa quiénes son los malos. O quizá es que no hay malos artistas: si alguno nos parece malo, a este le basta con decir que no entendemos de arte o que no tenemos buen criterio. Además, los grandes popes de la mercadería, marchantes y vigilantes de la cultura de los ayuntamientos, diputaciones y otros romualdos fantasmas de la belleza enésima, lo avalan con currículos en trescientos másteres en, por ejemplo, «Historia intelectual del aguacate», o «Incidencia del autobús en la paleta astuta», o «Presencia del esternocleidomastoideo en la pintura de los arrecifes», y algunas obras expuestas en el magnificéncico cubículo «El corral de la gallina», sin que se sepa, tampoco, si fueron antes los huevos.

Y como arte es todo aquello que un individuo dice que lo es, actualmente todos son artistas, poetas, músicos, novelistas, pintores… De modo que hoy existen más artistas que en toda la historia del arte: sencillamente porque basta con que un sujeto se llame a sí mismo artista. Y son más originales que jamás, porque dicen, como ya he dicho,  que desconocen la historia para no influirse por ella. Con tales premisas no puede dudarse: los museos, librerías, pinacotecas, salas de conciertos… están llenos de extraordinarios monstruos artísticos y adivinanzas artesanales.

Pues bien: así es en el hoy cotidiano de todo tiempo, y también en las artes de siempre y de hoy: ser artista o regirse por el fácil triunfo para parecerlo. Ser creador o artesano, artista o artistoide: Mozart o Salieri; Cervantes o Avellaneda; brocha gorda o pincel.

Insisto: el arte existe porque la muerte existe; es su redención. Es la reconstrucción de un diario, los fragmentos de identidad del autor que intenta descifrar la existencia. Nace del amor a la vida. El arte es la vida que queda tras esta vida, y por eso es el verdadero edén que persigue el artista creador —no el artesano.

El autor —de vida, no de artesanía— ve lo invisible para los demás porque su ADN síquico es diferente, diferencia que se ha encargado de acentuar mediante el conocimiento de quienes como él le precedieron: en el laboratorio de su mente se concilian múltiples elementos (en lo que llamaré instante privilegiado), lo que suele denominarse inspiraciones, musas, que luego sujeta a la labor del raciocinio pulimentador. Ve el autor los diamantes que los demás no ven, o crea los que no existen. Tiene un don y una dedicación inusuales. De este modo consigue la obra impoluta, que aúna las esencias que atañen a todos los hombres de cualquier tiempo, sobrepasando las circunstancias anecdóticas que los separan.

El arte construye una vida o la resucita. Es el arquitecto de un paraíso y una existencia que solo la obra maestra, con su magia, otorga. ¿Quién ha creado catedrales de la pintura como Miguel Ángel, miniaturas musicales como Chopin o Schumann, manantiales verbales como El preludio de Wordsworth?

El tema principal

Puedo hablar del mío, que no creo diferente del de los otros. Siempre he escrito para saber quién es Antonio Gracia, por qué vive, por qué debe morir, cómo hacer que la palabra le otorgue la vida que no tiene. Trágicamente, todo cuanto he escrito son apuntes para un texto que nunca conseguiré escribir.

Durante muchos años he oído decir de mi escritura que es solipsista, prisionera de mis obsesiones. Tal vez me lo hayan dicho o escrito para calificarme, o descalificarme; pero implica haber construido, mejor o peor, de grado o por fuerza, un mundo, o un modo, propio. Así que la verdadera respuesta es esta: el tema principal —el mío y el de todos— es la búsqueda del yo; y basta mirar la historia: todos los individuos, grupos, naciones… han luchado por defender su geografía, su idiosincrasia, sus ideales, su tradición, su ser, etcétera, frente a los demás. Eso provoca chovinismos, pero también caminos hacia la solidaridad cuando los pueblos comprenden que se necesitan más que se repelen, y de ahí que las tribus se anuden en Estados y estos en naciones, imperios… Buscan un yo social cada vez más universal.

Ese es el camino: el hallazgo de un yo solitario —intensivo y expansivo, no repetitivo— que se convierta en solidario sin prescindir del espacio anímico intransferible e incompartible que conlleva ser artista, autor. Y ese es el mundo que se alcanza en algunas obras: «el nombre conseguido de los nombres», lo propio que algún día será cósmico. Todos los demás senderos son subsidiarios de este, que se aborda desde diferentes perspectivas.

Instante privilegiado

Antes he aludido al instante privilegiado. Efectivamente, no siempre sentimos con igual intensidad, ni vislumbramos lo invisible, ni razonamos con lucidez. La estrategia del autor, o su método, es esa complicidad de irracionalismo compulsivo y razón pulimentadora que borra lo accesorio hasta imponer el yo personal, no el de las musas (por eso Valéry afirmaba que sus escritos no le parecían verdaderamente suyos si eran solo espontáneos. Y por eso, antes, Poe, Wordsworth, JRJ… volvían una y otra vez sobre sus textos). Lo que le importa al autor es la búsqueda de una verdad más que su hallazgo —aunque este llegue por la búsqueda—; la búsqueda de un yo tan íntimo como social, universal e intemporal; y para ello utiliza su sinestésica e hiperestésica sensibilidad, estudiando todos los yoes de los autores anteriores para construir el propio: Eso es la originalidad: construir un yo con lo aprendido y superado de los yo ajenos. La originalidad no consiste en ser distinto, sino en poseer el rasgo distintivo, eso que llamamos estilo. Tal estrategia o método incluye la consideración de que todo artista es hombre, pero no todo hombre es artista, de manera que hay que sentir, pensar, crear, dirigiéndose al hombre, no solo al artista.

Claude Monet trabajando en su tercer taller

Tradición o vanguardia

Toda la historia del arte puede resumirse con el título de una serie de conciertos de Vivaldi, cuyos cuatro primeros conocemos como Las cuatro estaciones: «Il cimento dell’armonia e dell’ invenzione» (La lucha entre la armonía y la invención), o, lo que es equivalente: el enfrentamiento entre tradición y vanguardia. Esa lucha y la búsqueda de un nuevo equilibrio —la inserción de la vanguardia en la tradición— es la constante en música, pintura, literatura… y el pensamiento mismo.

Neoclasicismo y romanticismo, neologistas o puristas, academicismo y rupturismo, apolíneo y dionisíaco… son términos que aluden a esa confrontación. Pero lo que importa es la obra maestra, no cómo se ha llegado a ella, y una de las constantes es la fusión armoniosa de cuantos elementos —académicos, rupturistas— la componen: el eclecticismo, la conciliación de los mejores materiales y métodos.

Escuchemos a Rajmáninov: su música debe mucho al pasado, pero cada presente lo resucita tanto como al mejor vanguardista. Y esa es la consigna y el mérito: que una obra de arte diga mucho a cualquier hombre. ¿Y cuántas obras humanas dicen mucho a los hombres de cualquier tiempo? Bach es el vagabundo de los equilibrios: todo lo armoniza; Beethoven, la pasión dominada; Mozart, la excelsa ludopatía. ¿Por qué preferir a Góngora y no a Garcilaso o Petrarca? ¿A Rembrandt y no a El Bosco? ¿Miguel Ángel o Leonardo? ¿Por qué no preferir a los dos, puesto que así es el hombre, conciliciación de contrarios? Y así nace el poema, la pintura, la música, la gran obra de arte: de la conciliación de contrarios convertidos en complementarios: el eclecticismo. «Escuchar los colores, ver la música, / convertirlos en vida con palabras». A esa conjunción yo la llamo, torpemente, el sentipensamiento.

La tradición es una vanguardia que anda lentamente, asimilando, actualizando, aceptando lo que aporta de sustancial y desechando lo que es meramente circunstancial. Todos los clásicos fueron vanguardistas, de una u otra manera, porque lo que pretendían expresar les exigía un lenguaje nuevo, y para ello no son suficientes las palabras, sintaxis, perspectivas, colores, pinceladas, técnicas, acordes… reconocidos. Por lo tanto es la obra la que necesita y exige lo nuevo, no el artesano: el creador, no el pretencioso de triunfo.

Toda vanguardia o academicismo gratuitos mueren, lo mismo que todo lo que necesita actualizarse queda afónico o mudo si no se revitaliza. Masaccio y Leonardo necesitaron la perspectiva, Van Gogh la pincelada furiosa. Joyce y otros precisaron el monólogo interior, y no por eso pintaron mejor el siquismo que Dostoyevski. ¿Quién es más actual, el irracionalista per se o el que utiliza el irracionalismo como un medio y no como un fin para unir sensaciones? ¿Altazor, las Coplas de Manrique, Los ojos de la Metáfora —repudiado este por su autor—?). Todo lo que no añade, sobra. La inteligencia artística es la única que intuye, sabe, crea, perenniza.

Ya he dicho que escribo para descubrirme. Por extraño que parezca, no he leído ninguno de mis libros tras su edición: sencillamente porque ya no me descubren nada. Por eso cuanto digo carece de la perspectiva casi ajena de quien se lee como si no fuera su autor. Pero en fin: al principio yo recibía los poemas como telegramas que solo podía borrar de mi mente escribiéndolos, a veces tras semanas y meses de intentar olvidarlos. Mi primera antología es un cajón más o menos ordenado de telegramas síquicos, largos en ocasiones. Después, cuando reanudé la escritura empecé a reescribir, a considerar que el pensamiento debía tallar el sentimiento, sin robarle su emoción.

Me di cuenta de que no soy —somos— solo sentimientos, sino que lo que hago —hacemos— con ellos al pensarlos. Por eso, tal vez, también dije que «nací cuando necesité pensar para combatir la muerte» y todo lo que conlleva de premonición y sus sinonimias del dolor: obsesiones, lindes con la locura, fobias, todos esos monstruos que el inconsciente va creando a lo largo de la infancia.

De modo que debía pulir la estatua que construí de mí mismo, sintiendo y pensando. Más tarde, supongo que llevé mi experiencia de sentidor pensante a la pulimentación del poema, «la gracia que no quiso darme el cielo» (Cervantes), el «dios creado y recreado» (JRJ), aunque a veces también sobra el exceso de raciocinio y hay que decir «no la toques ya más, que así es la rosa» (JRJ), porque «todo lo que es exceso es pernicioso» (ndido M.ª Trigueros).

Así que los poemas que están recogidos en antologías responden a ese criterio no buscado de liberación del infierno mediante la traslación de este a la palabra, en busca de un sosiego o un agua con el que apagarlo. Y todo es un desaforamiento. Luego, al borde de encontrarme al otro lado síquico y afásico, pasé unos 15 años en silencio. Por suerte, terapia y voluntad miré hacia la luz procurando que no me cegase, y tratando de darle la vuelta a la divisa de la historia de la poesía anoté: «En vez de escribir mi vida emocional escribiré lo que me gustaría que fuese mi vida para que esta copie mi escritura». Me impuse una poética más voluntariosa y salvífica. Cambié el verso «¿no es morir el deseo de morir?» por el de «¿no es vivir el deseo de vivir?». Deduje que si no tenía razones para vivir, tampoco las tenía para morir. Finalmente todo se convirtió en un itinerario vital y lírico en el que se unieron las Devastaciones, sueños y El mausoleo y los pájaros.

Me doy cuenta de que estoy hablando de mí, pero solo podemos hablar desde nuestra propia experiencia, o sea, de y desde nosotros… Alguna vez anoté que cuando no sintiera la necesidad vital de escribir, sería signo de que había encontrado una armonía. Ciertamente, mis últimos títulos han sido escritos con alguna imprecisa premeditación, no compulsivamente, y solo porque algo hay que hacer mientras la vida fluye hacia la muerte.

¿Que hay demasiado fatalismo en mi escritura? Pues qué: ¿quién no nombrará en la historia del arte noventa y nueve obras trágicas por cada una feliz? Por cada obra dedicada a la alegría hay mil que nacen de la tristeza. ¿No demuestra eso que ser fatalista no es más que ser consecuente con la realidad? ¿Apreciamos a Don Quijote, Hamlet, Romeo y Julieta, Ciudadano Kane, El grito (Munch), la Tetralogía wagneriana, y tantas otras obras y personajes, por su triunfalismo o por sus derrotas? Representan lo que somos: anhelantes de felicidad y perdedores de nuestros sueños. Reconozcamos que el ser humano es un perdedor que se debate entre el himno y la elegía: así quise subrayarlo con uno de mis títulos.

La historia es una sucesión de guerras separadas por treguas. El hombre es un ser agonista porque la naturaleza le concede solo un breve paréntesis de vida entre la nada anterior a su nacimiento y la que le abraza cuando muere. ¿Qué consigue quien traslada la vida a la escritura, la pintura…? No satisfacen los triunfos literarios, sino la donación de nuestra biografía síquica y nuestro itinerario para que nuestro legado, nuestra vida, haya servido para que los demás no tropiecen en la misma piedra y encuentren más fácilmente el camino. Muy joven aún, escribí que «escribir es la prueba definitiva de que vivir no basta»: demuestra el fracaso de la existencia, el intento de crear otra menos desdichada. La felicidad es un continente que todos buscan y pocos encuentran; pero si existe se llama sosiego, paz íntima, armonía entre lo que perseguimos y lo que conseguimos. Y para eso es preciso haber descubierto quiénes somos, quiénes fuimos, quiénes quisimos y queremos ser.

Darwinismo artístico

Ahora bien: en este mundo en el que todos necesitamos la autoidentificación, todos somos, por naturaleza, enemigos de todos, puesto que cualquiera puede arrebatarnos la identidad al construir la suya. En arte entendemos tal identidad con el nombre de originalidad, la creación de una huella dactilar artística, pictórica, lírica, etcétera: el estilo. Y esa búsqueda conduce a una lucha darwínica en la que solo sobrevive quien consigue con su obra hacer olvidar a los otros (por mucho que haya aprendido, y aun devorado, a los demás). Se trata de matar al padre; de vencer a las hordas literarias, artísticas, vitales de las que somos herederos.

En arte no hay democracia. En verdad, no existe el arte: existe el artista. El yo artístico autorial está condenado a un proceso depredador: el asesinato y canibalización del padre como autoafirmación, para sobrevivir siendo el más fuerte, el más auténtico, el más vigente.

Pero insisto: la originalidad no consiste en ser distinto, sino en conseguir un rasgo distintivo. Cuando el autor conquista un yo distintivo y talla su identidad como un diamante, probablemente, sonríe: esa es su breve felicidad. Y ese es el secreto: exorcizar con el arte las fatalidades de la existencia.


Antonio Gracia es autor de La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998), Libro de los anhelos (1999), Reconstrucción de un diario (2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños (2005), La urdimbre luminosa (2007). Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros, ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana. Sus últimos títulos poéticos son Hijos de HomeroLa condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de 2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual Pla y Beltrán: vida y obraEnsayos literariosApuntes sobre el amorMiguel Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo La construcción del poema. Mantiene el blog Mientras mi vida fluye hacia la muerte y dispone de un portal en Cervantes Virtual.

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